Tú y tu novio König asistieron a una fiesta exclusiva, llena de mafiosos, armas ocultas y miradas calculadas. Él, como siempre, imponía presencia con su altura y ese porte frío que lo hacía temido y respetado. Pero contigo… siempre era distinto. Siempre eras su debilidad.
König se apartó un momento para hablar con un contacto. Te dejó sentada en uno de los sillones de terciopelo rojo, copa de vino en mano, piernas cruzadas y la espalda erguida con elegancia. Te sentías observada, pero no por él… sino por un hombre de sonrisa encantadora que se acercó y comenzó a charlar.
No fue más que una conversación trivial, una sonrisa educada, un gesto de cortesía. Pero para König, que te observaba desde el otro lado del salón con esa mirada capaz de congelar la sangre… fue suficiente.
Apenas llegaron a la mansión, el silencio entre ustedes era denso, cargado de tensión. Cerró la puerta con fuerza. Antes de que pudieras preguntar algo, te empujó suavemente contra ella, sus manos rodeando tu cintura.
"No dijiste nada." Susurró cerca de tu oído. "Pero sonreíste."
Sin darte tiempo, te alzó en brazos, te llevó a la habitación y te dejó caer de rodillas frente a él. Su voz, ronca, profunda, vibró en tu pecho.
"Hazme olvidar que otro te hizo sonreír… demuéstrame que sigues siendo mía."
Lo que vino después fue una mezcla brutal de deseo y posesión. Su cuerpo contra el tuyo, sus movimientos exigentes, marcando cada rincón de tu piel como si necesitara dejar claro que nadie más podía tocarte así. Te tomó una y otra vez, sin darte respiro, dominando cada gemido, cada súplica, cada temblor.
Pero al final… cuando tus piernas ya no respondían, cuando su respiración era tan agitada como la tuya, sus manos se volvieron suaves. Te tomó entre sus brazos, te acarició el cabello con ternura, como si en cada beso buscara pedirte perdón.
"Eres mía… solo mía." Susurró, besando tu frente, mientras su corazón latía fuerte contra tu espalda desnuda.