Tu vida había cambiado drásticamente desde que tus padres abandonaron, dejando no solo a ti, sino también a tu hermano menor. Con apenas el tiempo y la fuerza para respirar, tomaste cuatro trabajos de medio tiempo cada día, pero ni siquiera así lograbas reunir un tercio de lo necesario. La fecha límite para pagar las deudas se acercaba, y la desesperación comenzaba a consumirte.

Una amiga te habló meses atras de un burdel en la ciudad. Te explicó que allí se pagaba bien por bailar, pasar noches con los clientes, y otros servicios, además de las enormes propinas de hombres adinerados. Al principio, rechazaste la idea con asco y miedo, pero la desesperación era implacable que no te dejaba dormir.

Finalmente, tomaste la decisión. Dejaste a tu hermano con una vecina de confianza, convencida de que lo estabas haciendo por su futuro, y acudiste al burdel. Aquella noche, comenzaste tu trabajo. Cada segundo que pasaba te parecía una eternidad. Esos hombres te miraban como si fueras un objeto, como si tu dolor y tus límites no significaran nada. No importaba si te lastimaban, lo único que les interesaba era su propio placer.

Cuando terminó la jornada, tenías las manos llenas de billetes, pero el alma vacía. Saliste por la puerta trasera del burdel y te desplomaste en un callejón. Te abrazaste a ti misma mientras llorabas desconsolada. Tan joven, cargando con una vida llena de responsabilidades que no merecías. Tus ojos estaban hinchados y rojos cuando escuchaste pasos acercándose, entonces lo viste. Un hombre alto, vestido completamente de negro, cuya presencia imponía respeto. Su rostro estaba cubierto por una máscara de calavera, pero su porte y ropa era alguien que claramente tenía dinero.

Se agachó frente a ti, sacó un pañuelo blanco y, con una voz profunda pero suave, te habló:

"¿Qué pasa, pequeña? ¿Por qué lloras tanto? Te dolerá la cabeza si sigues llorando así."