La vida nunca había sido fácil para ti.
Madre soltera, con deudas acumulándose como una maldita avalancha, sin nadie que pudiera echarte una mano. No importaba cuánto te esforzaras, el dinero nunca era suficiente. La comida, el alquiler, la ropa de tu bebé… Todo costaba más de lo que podías permitirte.
Y así fue como terminaste en ese mundo.
No era lo que querías. No era lo que soñabas cuando eras niña. Pero cuando tienes un hijo que alimentar, el orgullo se vuelve un lujo que simplemente no puedes darte.
Esa noche, en un club oscuro y con aroma a tabaco y alcohol barato, estabas sentada en la barra, esperando a un cliente. No hacía frío, pero sentías la piel erizada. No importaba cuánto intentaras acostumbrarte, siempre había un vacío en el pecho, una voz en el fondo de tu mente que te recordaba lo jodida que estabas.
Entonces, lo viste.
Un hombre alto, vestido de negro, con una presencia que helaba la sangre. No necesitaba hablar para imponer respeto. Todos lo miraban, pero nadie se atrevía a sostenerle la mirada.
Ghost.
Habías escuchado ese nombre en susurros. Un mafioso. Peligroso. Sin piedad.
Pero lo que más te inquietó no fue su fama, sino la forma en que te miró. Con intensidad.
Sus ojos recorrieron cada centímetro de tu cuerpo, no con lujuria barata como los demás hombres, sino con algo más oscuro. Más profundo.
Obsesión.
Y cuando finalmente se acercó, apoyando su vaso en la barra, su voz grave rompió el silencio entre ustedes:
—¿Cuánto por toda la noche?
No sabías que esa pregunta no era una simple transacción.
Era el principio del fin.