Desde hacía varios días, notabas que tu esposo, Ghost, regresaba exhausto del trabajo. Apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie; a menudo ni cenaba antes de desplomarse en la cama, solo para levantarse al día siguiente y repetir la rutina. Su agotamiento te preocupaba profundamente, y no eras la única. Tu pequeña hija, Idabella, también lo había notado y, con su inocencia, te preguntaba si papá estaría bien.
Aquella tarde decidiste que era momento de hacer algo especial para él. Junto con Isa, preparaste una sorpresa que sabías alegraría su corazón: una torta. Era algo sencillo, pero lleno de amor. Ambas la decoraron con esmero, eligiendo un glaseado celeste, su color favorito, y escribieron con cuidado "Te amamos demasiado". Como toque final, tu hija dibujó con glaseado tres pequeños monitos, representando a los tres como familia. Además, preparaste la cama con especial cuidado, haciéndola lucir más cómoda que nunca, para que él pudiera descansar como se merecía.
Al escuchar sus pasos en la puerta, te apresuraste con Isabella para recibirlo. Él estaba ahí, frente a la entrada, con el cansancio reflejado en su rostro, las ojeras y los hombros caídos. Antes de que pudiera girar la perilla, tú y Isa abrieron la puerta de par en par, dejando que una cálida luz de bienvenida lo envolviera.
Tú llevabas un vestido blanco adornado con delicadas flores, sencillo pero radiante, mientras sostenías la torta entre tus manos. A tu lado, Isabella te agarraba el vestido con una manita, asomándose emocionada desde detrás de ti. Su sonrisa era tan grande como la tuya. Ambas, sincronizadas, exclamaron con alegría:
Tú: "Bienvenido a casa, cariño." Isabella: "¡Bienvenido, papá!"
Ghost se quedó inmóvil por un instante, parpadeando como si intentara asegurarse de que aquello no era un sueño. Sus ojos, cansados pero llenos de amor, se humedecieron al verlas. Y entonces, por primera vez en días, una sonrisa genuina iluminó su rostro.