Sabías que no eras ella.
Que no eras la mujer con la que él aparecía en fotos, con la que salía a eventos, a quien los demás llamaban “su prometida”.
Pero cuando él abría la puerta de esa habitación de hotel, después de días de silencio, con los ojos apagados y la voz ronca… sabías que era tuyo.
—Pensé que no vendrías esta vez —susurraste, sentada en el borde de la cama, apretando las sábanas entre tus dedos.
König no dijo nada. Solo te miró. Esa forma en la que te miraba, como si no existiera otra cosa. Como si su mundo solo tuviera tu nombre.
Se quitó el pasamontañas lentamente, con esa tensión en los hombros que solo tú sabías relajar.
Y entonces caminó hacia ti.
—No puedo dejarte —murmuró, arrodillándose frente a ti—. No quiero verla, no quiero su voz. Solo quiero esto. A ti.
Lo dijiste mil veces: Esto está mal. Pero el calor de su piel sobre la tuya, la forma en que te susurraba “me perteneces” cuando temblabas bajo él… te hacía olvidar lo correcto.
Te besó con desesperación, hundiendo los dedos en tu cabello como si temiera que te desvanecieras. Te empujó sobre la cama, su cuerpo cubriéndote como un escudo, como una maldición.
—Ella duerme a mi lado… —susurró, contra tu cuello—. Pero solo tú haces que me sienta vivo.