Ghost era dueño de una de las mafias más temidas del país. Un yakuza peligroso, implacable, respetado incluso por sus enemigos. Para él, las mujeres no eran más que objetos. Nunca se había interesado por nadie… mucho menos para algo serio.
Hasta que llegaste tú.
La chica que, con una sola mirada, lo desarmó por completo.
Desde que te vio en el restaurante quedó flechado. Perdido. No importaba cuánto dinero te ofreciera, siempre lo rechazabas. No importaba cuán seductor fuera, tú lo ignorabas como si fuera invisible.
Pero Ghost era terco. Estaba decidido a ganar tu corazón… como fuera.
El aire olía a incienso antiguo, y el silencio era tan puro que incluso sus pasos resonaban como ecos sobre las baldosas de mármol.
Veinte años sin pisar una iglesia.
Veinte años evitando todo lo que oliera a redención, porque sabía que no la merecía.
Se sentó a tu lado, en la sillería del coro. No entendía nada, pero te miraba cada tanto para imitar tus gestos. Cantó contigo, escuchó sobre Dios, se arrodilló cuando tú lo hacías… aunque en su interior todo le molestaba: el incienso, los rezos, la incomodidad.
Aun así, ahí estaba. Por ti.
Las horas pasaron. Llegó el momento de las oraciones. Uno a uno, los presentes pedían por sus familias, por la paz, la salud, los hijos…
Tú pediste por una vida larga y buena para los tuyos.
Y cuando llegó el turno de Ghost, todos esperaban silencio. Incluso tú pensaste que no diría nada. Se veía irritado, incómodo, fuera de lugar.
Pero entonces levantó la vista hacia la figura de Cristo en el altar, suspiró con fastidio, y murmuró:
—Jodes... Esta mierda me está matando del dolor de cabeza.
Hizo una pausa. Miró al Padre con descaro, cruzando una pierna sobre la otra, como si estuviera en una negociación.
—¿Cuánto quieres para que me la des? —dijo sin rodeos, señalándote con la cabeza—. Juro por lo que quieras que si ese cabrón me lanza una sola mirada... dono cinco millones de dólares. Es un buen trato, ¿no crees?