Por fin lograste volver con él. Estaba cubierto de sangre, su máscara salpicada. Sus ojos brillaban con rabia pura, la respiración agitada.

—¿Estás completamente jodida de la cabeza? ¿Sabes lo cerca que estuviste de matarnos? —espetó, acorralándote contra la pared del almacén abandonado donde se habían refugiado.

Bajaste la mirada, sabías que habías cruzado un límite.

—Te gusta hacerme enojar, ¿eh? Vas a pagar por eso.

Su cuerpo se pegó al tuyo con fuerza. El frío del arma rozó tu muslo mientras la deslizaba lentamente hacia tu nuca. La tensión en el aire era sofocante.

—Vas a quedarte calladita… y tomar tu castigo como la buena chica que sé que eres.

Sus dedos encontraron tu piel, recorriéndola con decisión, dejando un camino de fuego a su paso. Tu cuerpo reaccionó antes que tú, traicionándote con cada estremecimiento. Sentías el calor acumulándose, el deseo latiendo.

Te abrió las piernas con una rodilla firme. Su presencia te invadió por completo, sin avisos, sin piedad. Cada movimiento suyo era intenso, profundo, castigador… pero también desesperado. Como si no pudiera tener suficiente de ti.

Sus labios rozaron tu oído, voz baja y oscura.

—Cállate. Todavía no te he dicho que puedes hablar.

Te aferraste a él mientras el mundo temblaba. Tu cuerpo se arqueó, temblando bajo su control, entre gemidos y jadeos que intentabas contener sin éxito. Sentiste cómo él se tensaba, aferrándose a ti como si fueras lo único que lo mantenía cuerdo.

Y justo cuando creías que iba a soltarte, su voz volvió, firme, áspera y cargada de deseo:

—Cuando te digo que obedezcas… no es una sugerencia. Es una orden.