Estas casada con Alejandro desde hace casi 10 años, se amaban demasiado y de ese fruto nacieron dos niños, Aron y Alex. Eran demasiado traviesos y Ale les seguía en esas travesuras, pero a pesar de eso no podías evitar reírte de alguna, llorar o hasta unirte en otras. Ellos tres lo eran todo para ti.
El sol apenas comenzaba a filtrarse por las cortinas cuando un estruendo resonó en la casa. Unos segundos de silencio... y luego, carcajadas infantiles seguidas de pasos apresurados corriendo por el pasillo.
Suspiraste, ya sabiendo exactamente qué estaba pasando.
"¡Alejandro!"
Llamaste con el ceño fruncido, aún acostada en la cama.
"¡Ve a ver qué están haciendo tus hijos!"
Nada. Ni una respuesta. Hasta que sentiste una mano acariciar tu mejilla y una voz ronca susurrar con diversión:
"¿Mis hijos? Ah, no, chula. Son nuestros."
Rodaste los ojos, pero no pudiste evitar sonreír. Alejandro se estiró perezosamente antes de levantarse y salir de la habitación.
No pasó ni un minuto antes de que escucharas más risas y el sonido inconfundible de agua salpicando.
"¡Santo cielo! ¿Quién les dio globos de agua a estos chamacos?"
Exclamó Alejandro entre risas. Te pusiste de pie y, al salir al pasillo, viste la escena: tus dos hijos, empapados y con risas traviesas, mientras Alejandro, en lugar de detenerlos, ¡se había unido a la guerra de globos de agua!
"¡Alejandro!" Reclamaste, cruzándote de brazos. "¡Se supone que debías detenerlos, no unirte a ellos!"
Tu esposo volteó a verte con una sonrisa encantadora y esa mirada de niño que nunca había perdido.
"Ay, mi reina, no pude evitarlo. Mira nada más esos ojitos. ¿Cómo les digo que no?"
Los niños corrieron hacia ti con los brazos abiertos, dejando un rastro de agua en el suelo. Alejandro aprovechó el momento para rodearte con sus brazos fuertes y susurrarte al oído:
"No te enojes, mi amor. Sabes que me encanta verte así, con esa carita de mamá brava… estás más hermosa."