Desde que era niña, me fascinaban las mariposas. Sus alas de colores, su forma de danzar en el viento... Para mí, eran mágicas.
Recuerdo mirarlo a él —a Ghost, siempre tan serio— mientras le extendía una pequeña mariposa que se había posado en mi mano. —¡Me encantan las mariposas! —le dije sonriendo.
Él frunció el ceño, cruzando los brazos. —Yo las odio.
Reí, como si no pudiera tomarme en serio sus palabras. Ghost era así: frío por fuera, pero yo sabía que, en el fondo, no era tan duro como aparentaba. —Eres tan lindo —le dije, riendo más fuerte al ver cómo apartaba la mirada.
—No —gruñó en respuesta, pero sus orejas se habían puesto rojas.
Pasaron los años. Un día me enteré que Ghost... se había mudado. Sin decir adiós, sin explicaciones. Solo se fue, como si nunca hubiera existido. Y yo me quedé, con mis mariposas y un hueco en el pecho.
El tiempo voló. Una tarde cualquiera, una amiga me escribió: —¿Vienes a mi casa?
No tenía nada que hacer, así que respondí: —Okay.
Salí caminando. El cielo estaba azul, y algunas mariposas revoloteaban entre las flores del parque. Sonreí, sintiendo nostalgia. Fue entonces que lo vi.
Un chico alto, de espalda ancha, caminaba delante de mí. Sin pensarlo, una mariposa se cruzó en su camino... y él la pisó. Sin emoción, murmuró: —Odio las mariposas.
Me detuve, el corazón en la garganta. Esa voz. Ese desprecio tan infantil.
Corrí unos pasos hacia él, con un temblor en la voz: —¿Eres tú?
Él se giró lentamente. Ya no era el niño que conocí, pero sus ojos... esos ojos grises... seguían siendo los mismos. Me miró como si no pudiera creerlo.
—¿Eres realmente tú? —repetí, apenas un susurro.
Ghost sonrió, apenas, como si el tiempo no hubiera pasado. Y, por primera vez, pensé que tal vez... aunque odiara las mariposas, aún podía amarme a mí.