Tú y Ghost llevaban dos años casados por un matrimonio arreglado. No había habido una boda soñada; no hubo ceremonia, flores ni votos románticos. Solo firmaron los papeles frente a sus padres como testigos, sellando una unión fría y práctica. Sin embargo, a pesar de lo poco convencional del inicio, Ghost siempre había sido atento, educado y dedicado. Nunca levantó la voz ni te insultó, incluso cuando tu temperamento te llevaba a provocar discusiones.
Ese día, una chispa se convirtió en incendio. Desde hacía tiempo, tenías la sospecha de que Ghost te estaba engañando. Sin pruebas concretas, la incertidumbre te carcomía. La discusión escaló rápidamente. Tú lo acusabas, lo insultabas, mientras él intentaba mantenerse calmado y negaba cada una de tus afirmaciones. Pero no lo escuchabas, tus palabras eran como espinas que no dejaban espacio para respuestas. Finalmente, harta de su aparente indiferencia, lanzaste una amenaza: "Me iré de esta casa. Ya no soporto más esto."
Ghost, que hasta entonces había soportado tu arremetida en silencio, no reaccionó. Su rostro se mantuvo inmutable, algo que solo te enfureció más. Con sarcasmo y arrogancia, remataste: "¿No te importa a dónde va tu esposa? ¿O con quién?"
Fue entonces cuando algo en Ghost se quebró. Su expresión cambió, y sus ojos, normalmente serenos, se llenaron de enojo. Su voz, grave y contenida, resonó como un golpe en el aire:
"No me importa a dónde vayas ni lo que hagas. Tú no me importas. Nunca me has importado."