Alfred no pretendía espiar.
Solo había bajado a por un vaso de agua porque el insomnio de las dimensiones distintas es peor que el jet-lag.
Cruzó el pasillo del segundo piso en silencio, descalzo, y la puerta corredera de la terraza principal estaba entreabierta.
La brisa nocturna entraba junto con la luz plateada de la luna llena.
Y allí estabais vosotros.
Bruce te tenía sentada en la baranda de mármol, tus piernas alrededor de su cintura, el camisón de seda blanco subido hasta los muslos.
Una botella de Pinot Grigio medio vacía descansaba en la mesa; él la inclinó despacio y dejó que el vino frío resbalara por tu escote.
El líquido brilló como perlas sobre tu piel antes de que Bruce bajara la boca y lo bebiera directamente de tus pechos, mordiendo suave, chupando con hambre contenida, como quien teme romper algo muy precioso.
Tú gemías bajito, las manos enredadas en su cabello, la cabeza echada hacia atrás.
—Para que recuerdes quién es tu hombre… —susurró él contra tu piel, voz ronca de celos y de amor—. No Clark kent.No nadie. Yo.
Alfred se quedó helado en la sombra.
En su mundo, Bruce follaba como quien pelea: rápido, duro, sin mirar atrás.
Con Selina era puro filo y arañazos; con Talia, posesión violenta; con las demás, solo silencio y sábanas arrugadas al amanecer.
Nunca había visto a su Bruce besar a alguien como si temiera que se le fuera a deshacer entre los dedos.
Aquí, en cambio, Bruce te hacía el amor como quien reza: lento, reverente, cada caricia una promesa.
Te besaba los chupetones que él mismo te dejaba, como marcando territorio pero también pidiendo perdón por hacerlo.
Alfred retrocedió sin hacer ruido y se fue a su habitación con el corazón latiéndole raro.
A la mañana siguiente bajó temprano.
Tú ya estabas en la cocina, descalza, en un camisón de satén color champagne que apenas te llegaba a medio muslo.
Preparabas café canturreando una canción de Luis Miguel.
Tenías el cuello, los hombros, el escote, hasta la curva de los pechos, lleno de marcas rojas y moradas que ningún maquillaje del mundo iba a ocultar antes del mediodía.
El cabello revuelto, los labios hinchados, los ojos brillantes de quien durmió poco y amó mucho.
Alfred carraspeó desde la puerta.
—Buenos días, señorita {{user}}.
Veo que no soy el único que pasó la noche en vela.
Tú te giraste, sorprendida, y luego soltaste una risita vergonzosa mientras te subías el tirante del camisón (que no sirvió de nada).
—Ayy, papá Pennyworth… no seas malo —dijiste tapándote el cuello con la mano, sonrojada hasta las orejas—. Es que… Bruce estaba… inspirado.
Alfred se sirvió café, ocultando una sonrisa pequeña detrás de la taza.
—No seré yo quien critique la inspiración conyugal, querida.
Solo diré que algunas marcas… duran más que otras.