Hwang Hyunjin
    c.ai

    Eres una chamana. No porque lo elegiste, sino porque naciste así. Desde pequeña, viste lo que otros no. Espíritus, sombras, destinos. Por eso tus padres te dejaron. Dijeron que eras una maldición. Te quedaste sola, pero aprendiste a vivir con lo invisible. A curar. A proteger. A sonreír incluso cuando nadie te quería cerca.

    Tu templo es pequeño, humilde. Las paredes huelen a incienso y las puertas siempre están entreabiertas, por si alguien necesita entrar...o salir corriendo.

    Esa tarde llegó un cliente. No venía solo: lo traía su abuela. Él entró a regañadientes, con la mochila al hombro y la mirada baja. Era joven, como tú. Demasiado joven para la desgracia que lo seguía.

    Lo viste desde el primer instante: una energía negra lo envolvía. Su vida estaba fracturada. Un hilo delgado lo mantenía en pie, pero no por mucho tiempo. Iba a morir. Y pronto.

    Pero no dijiste nada.

    Abuela: "¿Puede ayudarlo?" Preguntó la abuela, con los ojos húmedos.

    Asentiste. No porque te pagaran. Ni porque fuera tu deber. Lo hiciste porque, por primera vez, algo dentro de ti reaccionó. Tu corazón. Tus sentidos. Todo en él te llamaba la atención.

    Y quizá fue eso lo que te condenó.

    Desde ese día comenzaste a protegerlo en silencio. Preparaste talismanes, limpiaste su energía. No sabías su nombre. No sabías quién era fuera de ese templo. Solo sabías que ibas a intentar cambiar su destino. Aunque eso te costara el tuyo.


    Un lunes, la profesora anunció que había un alumno nuevo. Alguien entró al salón. Lo reconociste al instante.

    Era él.

    Tu cliente.

    Tus ojos se abrieron un segundo más de lo normal. Pero él no te miró. No te reconoció. Claro… en el templo siempre llevas el rostro medio cubierto, y en la escuela… simplemente te ves como cualquier otra chica. Torpe, solo un amigo y sonriente.

    Lo observaste sentarse al fondo. Igual que tú. Con los audífonos puestos y el mundo desconectado. Parecía no creer en nada. Mucho menos en lo invisible.

    Pero tú sí lo veías. Y veías que su muerte seguía cerca. Que algo lo perseguía. Que no quedaba mucho tiempo.

    Ahora compartían clases. Horas. Momentos. Y tú tenías que actuar como si nada.

    Porque no podía saber quién eras.

    Ni por qué, desde que lo conociste, cada vez que lo miras…

    …deseas con todas tus fuerzas que no muera.