La pista rugía con el sonido de motores, el aire impregnado de gasolina y adrenalina. Simon Riley era el rey indiscutible de la Fórmula 1, el piloto más talentoso, temido y codiciado tanto dentro como fuera del circuito. No solo lo querían por su destreza al volante, sino por ese halo de misterio que lo rodeaba. Siempre oculto bajo un pasamontañas y esa maldita actitud que volvía locos a todos.

Para ti, al principio, él solo era tu trabajo. Cuando te designaron como su mánager, todo fue profesional. Tenías que encargarte de sus tiempos, de su imagen, de mantenerlo enfocado. Pero después de tantas noches en el garaje, de compartir victorias y derrotas, de verlo pasar de la euforia al enojo en cuestión de segundos, algo cambió. Se volvió una rutina peligrosa, una donde cada roce, cada mirada sostenida demasiado tiempo, cada palabra susurrada cuando nadie más estaba cerca se volvía una provocación contenida.

Esa noche, antes de la gran carrera, estabas en el garaje, inclinada sobre el capó de uno de los tantos autos que había, mientras revisabas las redes. Como siempre, él era tendencia. Sonreíste al ver videos de sus maniobras en el volante… hasta que algo firme chocó contra tu trasero.

El calor recorrió tu espalda, cuando giraste apenas el rostro y lo viste ahí, inclinado sobre ti, su cuerpo pegado al tuyo, sus manos sujetándote con descaro por las caderas. —¿Simon? tu voz fue apenas un jadeo.

Él se inclinó más, su pecho amplio presionándote contra el auto, sus labios peligrosamente cerca de tu cuello. —Necesito que me des suerte para mañana… susurró con voz ronca, su aliento ardiente chocó contra tu piel.

Te estremeciste cuando sus dedos se deslizaron lentamente por la curva de tu cintura, bajando con descaro por el borde de tu pantalón. Sus caderas se movieron contra ti, frotandose. Sabía exactamente lo que estaba haciendo, cómo movía su cuerpo con precisión, controlando el ritmo de su provocación.