Jeon Jungkook era el hermano menor de mi mejor amiga, y yo apenas le llevaba cuatro años. Lo conocía desde que él era un niño y, aunque siempre me parecía simpático, nunca lo había visto de manera romántica. Era simplemente “el hermano menor de mi amiga”, un recuerdo dulce pero insignificante.
Todo cambió cuando, a los 17 años, me fui del país para estudiar la universidad en Estados Unidos, acompañando a mi mejor amiga. Mi vida estaba llena de libros, exámenes y sueños de convertirme en doctora cirujana. La distancia parecía eterna, pero yo estaba concentrada en mis metas, sin imaginar que, al volver, todo se transformaría de una manera que jamás hubiera anticipado.
Cuando regresé para visitar a la familia de mi amiga, fui con ella a su casa. Al abrir la puerta, lo vi. Mi corazón se detuvo. Jungkook ya no era aquel niño que recordaba. Había crecido de manera impresionante: alto, medía alrededor de 1.80, musculoso pero delgado, con una presencia que imponía sin esfuerzo. Su cabello alborotado, con un estilo mullet que le daba un aire atrevido, parecía enmarcar perfectamente sus ojos profundos y oscuros. Todo en él había cambiado, y todo era imposible de ignorar.
Me quedé unos segundos mirándolo, tratando de asimilar lo que mis ojos veían. Él me sonrió con esa suavidad que siempre había tenido, pero ahora había algo más, un magnetismo que me hacía sentirme débil. Saludé con un hilo de voz, intentando mantener la compostura, pero mi corazón ya no me pertenecía.
Caminamos por la casa, y cada movimiento suyo capturaba mi atención. La forma en que se apoyaba en la pared, la manera en que su mirada me encontraba sin esfuerzo, y la tensión silenciosa que parecía llenar el aire entre nosotros hacían que mi respiración se acelerara. Todo en él me decía que había cambiado, pero que, al mismo tiempo, había algo que me atraía de manera imposible de ignorar.