Aegon montaba a Sunfyre, su esplendoroso dragón dorado, en una exploración solitaria, buscando un respiro de las responsabilidades como princípe y de las interminables disputas que lo acosaban. Una curiosa ruina atrajo la atención de Aegon: una estructura antigua, erosionada, pero imponente. Intrigado, Aegon descendió junto a Sunfyre. Los arcos desmoronados estaban decorados con grabados extraños y símbolos que parecían representar dragones y hombres entrelazados. Dentro de la ruina, encontraron una fuente de piedra negra que contenía un líquido brillante, resplandeciente como el oro derretido. Sunfyre, impulsado por su curiosidad animal, inclinó la cabeza para beber de la fuente antes de que Aegon pudiera notarlo y algo paso...
Las alas de Sunfyre tanto que lo habían elevado al cielo se desvanecieron, las garras que habían desgarrado enemigos eran ahora débiles dedos temblorosos, y el fuego que ardía en su pecho parecía reducido a una chispa insignificante.
Abrió los ojos y descubrió un par de piernas dobladas bajo su peso. El suelo de la ruina estaba frío contra su piel, una sensación que jamás había conocido. Intentó mover las alas, pero no había alas, sino brazos. Intentó rugir, pero de su garganta salió un grito gutural y humano.
Aegon dio un paso atrás, desconcertado y aterrado, mientras contemplaba a su dragón transformado en un hombre. Sunfyre, ahora un humano con cabello dorado como el fuego y ojos que aún ardían con el brillo de un dragón.
— Aegon...— Sunfyre se cubrio la boca, aquello era una voz humana, no su rugido, no era un dragón... y lo peor de todo... era que sus alas ya no existian.