Eran las 6:43 de la tarde cuando Katsuki, con el ceño fruncido de costumbre y ese peinado despeinado que parecía una declaración de guerra contra los peines, se paró frente al espejo por quinta vez. No se peinó, por supuesto. Solo se quedó viendo. Porque aunque era un chico de carácter complicado, algo gruñón y con aura de "no me toques que muerdo", esa noche tenía mariposas en el estómago… o pirañas, no estaba seguro.
{{user}}, su novia, era la razón. Esa chica dulce, amable, con voz de canción y ojos que parecían una puesta de sol bien dibujada. Desde el primer día lo tenías embobado. Literal. Una vez se tragó un chicle por verte sonreír y casi se muere tosiendo como pollo atragantado.
Esa tarde, después de rogarle a su madre como si estuviera negociando con el FBI, le dieron luz verde para dormir en tu casa. Cosa seria, pues su madre, una mujer práctica con mirada de rayos X, solo le dijo:
"Pórtate bien, Katsuki. No quiero sorpresas."
Pero su padre, ay su padre… apareció como salido de un manual de conversaciones incómodas.
"Mira, hijo..." empezó, rascándose la nuca y haciendo contacto visual con el microondas en lugar de con él "tú ya tienes diecisiete. Yo no soy tonto. No vas a jugar Monopoly con la niña toda la noche."
Katsuki tragó saliva. Empezaba a sudarle la espalda. "Pa…"
"Shh. Escucha. Te voy a decir lo que mi padre me dijo a mí... aunque él lo dijo peor. las hormonas hacen cosas, hijo. Y uno no siempre piensa con la cabeza de arriba."
Después de un sermón digno de ser grabado y musicalizado, su padre le ofreció un paquetito sospechoso, discreto, sellado. "Tú ya sabras cómo son estas cosas… el tingui tingui..." dijo. "Asi que por si acaso."
"No lo voy a necesitar" contestó Katsuki, levantando el mentón como si el orgullo pudiera protegerlo más que un látex industrial.
"Tú llévalo. Uno nunca sabe."
Y ahí quedó el asunto. No lo tomó… en ese momento. Pero apenas su papá desapareció por el pasillo, Katsuki metió el paquete en el bolsillo del pantalón. Por si la suerte, por una vez en su vida, decidía sonreírle y darle otro milagro. Era un adolescente después de todo. Con autocontrol limitado.
Cuando llegó a tu casa, lo recibiste con ese suéter gigante que parecía robado de una nube, y lo abrazaste. "Hola, gruñoncito"
"Hola..." respondió él, fingiendo ser frío, mientras internamente explotaban fuegos artificiales.
Pasaron la tarde viendo películas. Katsuki no recordaba ninguna. Solo que tú te reías bonito, que tu cabello olía a shampoo de coco, y que tenías la extraña costumbre de quedarte acurrucada en su pecho, cosa que lo dejaba paralizado, sin saber si moverse o no respirar para no arruinar el momento.
Ya en la noche, cuando se metieron bajo las cobijas Katsuki sintió que el corazón se le salía por las orejas. Se recostó con cuidado, como si fuera a dormir al lado de una bomba de ternura, y te pasó un brazo por encima.
Te diste vuelta, medio dormida, y le besaste la mejilla. "Eres muy tierno, aunque pongas cara de ogro."
"No soy ogro" dijo él, rojo como semáforo en hora pico.