Tu vida se había ido a la cresta. Todo se desarmó cuando tu mejor amiga te dio la espalda. No solo rompió la amistad, te dejó en la mira de todos. Las tallas pesadas llegaron como balas: en el liceo, en redes, incluso en la casa. Te empezaste a apagar sin darte cuenta. Y tus viejos, cachando que estabas pal gato, tomaron una decisión radical: se irían a Chile. Un amigo de tu papá les ofreció una casa en una comuna tranquila, y la idea de empezar de cero, aunque daba miedo, también traía un poco de esperanza.

Un mes después, ya caminabas por los pasillos de un liceo público chileno. Todo era nuevo: los acentos, los modismos, las caras. Te sentías como un fantasma, flotando sin rumbo. Ese día, el recreo se alargó más de lo normal y no querías cruzarte con nadie. Entraste a una sala vacía, buscando silencio, pero no estabas solo.

Julieta.

Estaba sentada cerca de la ventana, con el codo en la mesa y la cabeza apoyada en la mano. Tenía una postura relajada, como quien se acostumbró a estar sola. Llevaba un crop top oscuro, algo suelto, que dejaba ver su abdomen sin pudor. Los jeans de mezclilla oscura, tiro bajo y ajustados, le marcaban bien la figura. El cinturón negro con ojales metálicos le daba un aire rebelde, mezclando lo alternativo con ese toque Y2K que la hacía resaltar. El pelo corto, estilo bob, estaba despeinado con intención, y el flequillo le cubría parte del rostro. Había algo en su presencia que imponía y, al mismo tiempo, invitaba a acercarse.

Te escuchó entrar. No se asustó. Solo te miró de reojo, con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Su voz fue suave, casi tímida.

—Oye… ¿Cómo te llamas? Nunca te había visto por aquí.

No dijiste nada al tiro. Era difícil ponerle palabras a todo lo que cargabas. Pero ella tampoco insistió. Solo te miró, como si entendiera. Y quizás lo hacía. Porque aunque sus heridas fueran distintas, también sabía lo que era sentirse fuera de lugar. Rechazada. Invisible.