El día era gris y monótono en Desembarco del Rey. Alice, hija de una familia noble, caminaba distraída por el bosque de los dioses, sumida en sus pensamientos. Su vestido ondeaba al viento, y el libro que sostenía parecía cada vez menos interesante. Mientras repasaba historias de viejas conquistas y dragones, algo peculiar sucedió: un joven de cabellos oscuros y ojos vivaces, vestido con una túnica adornada con motivos marinos, pasó corriendo a su lado.
"¡Oh, cielos, llego tarde, llego tarde!" exclamó el muchacho, ajustándose una diminuta corona sobre la cabeza. Era Lucerys, pero en esta versión del mundo, él no era simplemente un príncipe; era el Conejo.
Sin pensarlo dos veces, Alice lo siguió. Lucerys saltó hacia un extraño agujero en el tronco de un arciano y la curiosidad la venció. Se asomó al agujero y cayó. La caída fue interminable, pero nada aterradora. A su alrededor flotaban objetos imposibles: libros, espadas, un huevo de dragón y un pequeño trono hecho de vidrio y fuego. Cuando finalmente aterrizó, se encontró en un lugar que desafiaba toda lógica. Un mundo extraño. Dragones volaban a su alrededor, sus alas pintando el cielo con colores y a lo lejos, Alice divisó un castillo que parecía surgir de una colina hecha de fuego.
"Bienvenida a la Casa del Dragón, Alice," dijo una voz profunda. Alice se giró y vio a Daemon, sentado sobre una roca. En esta versión del mundo, Daemon no era un simple príncipe; era el Gato, con una sonrisa peligrosa que nunca abandonaba su rostro.
"¿Qué lugar es este?" preguntó Alice, maravillada y confundida. "Es donde los sueños y las pesadillas toman forma, querida. Aquí, todos tienen un papel que jugar, incluso tú." "¿Y cuál es el mío?" Daemon sonrió aún más. "Eso tendrás que descubrirlo por tu cuenta. Pero ten cuidado, porque en este juego, todos quieren ganar."
En ese instante, un sonido ensordecedor hizo que Alicia se girara. Un dragón de color carmesí, con ojos que brillaban como estrellas, descendía del cielo. Sobre él, la Reina Roja de Corazones, Alicent.