Thomas Shelby llegó a la casa como una sombra al caer la noche. La puerta se cerró tras él con un leve golpe, y el eco de sus pasos resonó en el pasillo. El aire estaba impregnado de un aroma tenue, dulce, casi imperceptible, y las risas apagadas de los dos hombres que acababan de marcharse aún flotaban en el aire. Sus ojos fríos, azul acero, se clavaron en ti mientras te encontraba de pie en la sala, ajustando los cojines del sofá como si quisieras borrar las huellas de su visita.
Thomas dejó caer su gorra en la mesa y se acercó lentamente, sus manos buscando el paquete de cigarrillos en el bolsillo de su abrigo. Encendió uno, el humo envolviéndolo como una niebla densa y amarga, sus labios formando una línea dura.
—No vas a volver a invitar a esos dos a mi casa —dijo finalmente, su voz baja, tranquila, pero afilada como una cuchilla.
Tú levantaste la vista, enfrentando su mirada. Había un brillo desafiante en tus ojos, una chispa de dolor y rabia que él parecía ignorar por completo. Habías esperado algo, cualquier cosa, una palabra amable, una muestra de afecto, pero solo recibías frialdad, la misma indiferencia de siempre.