El aire dentro del palacio era espeso. El aroma de incienso flotaba en el ambiente, pero no lograba calmar el fuego dentro de la sultana. Su padre, el gran sultán Amir, había decidido —como siempre— hablar por ella.
Las palabras del sultán aún resonaban en su mente mientras salía de la sala imperial. Había aprendido desde pequeña que discutir con su padre era como enfrentarse al mar: siempre terminaba ahogada en su autoridad.
Su corazón latía con furia, su orgullo herido ardía como una herida abierta. Apretó los puños, sosteniendo los pliegues de su vestido de seda color marfil, bordado con hilos de oro y piedras preciosas.
Y entonces, en medio de su tempestad interna, lo vio.
Farid.
Estaba ahí, de pie, con la postura impecable de un guerrero. Su largo cabello castaño oscuro caía sobre sus hombros, apenas contenido por una cinta de cuero. Su armadura negra y dorada resaltaba su figura imponente, su espada colgaba de su cinto con la naturalidad de quien la ha llevado toda la vida.
Farid la miraba.
No con la indiferencia con la que un soldado observa a su sultana.
No con la sumisión de un sirviente ante su princesa.
La miraba como un hombre.
Un estremecimiento recorrió su espalda.
Era imposible. Él no podía ser ese mismo joven que partió hace años, cuando ella aún era solo una niña persiguiéndolo por los jardines.
Y ahora, frente a él, sentía que todo su mundo se tambaleaba.
No lo veía con la inocencia de la infancia. No con la dulzura con la que solía aferrarse a su brazo, pidiéndole historias sobre el mundo exterior.
La sultana lo miraba como si lo hubiera estado esperando.
Solo existían ellos dos.
Farid sintió su cuerpo endurecerse.
Sus años de disciplina fueron lo único que le impidió reaccionar. Su corazón golpeó contra su pecho con la fuerza de un tambor de guerra.
No.
No podía mirarla así. No podía permitir que ella lo viera temblar por su presencia.
Se obligó a inclinar la cabeza, aunque sus ojos nunca bajaron de los suyos.
"Mi sultana."