Abrí la puerta de la habitación con un suspiro pesado, sintiendo el cansancio aferrarse a mis hombros como una sombra persistente. El día había sido largo, como todos últimamente, y lo único que quería era hundirme en la cama. Ahí estaba ella, mi esposa, sentada en el borde de la cama con el rostro iluminado por la luz tenue de la lámpara. Su presencia me resultaba familiar y, al mismo tiempo, extrañamente distante. La amaba, eso nunca había cambiado, pero algo entre nosotros sí. Había una tensión sutil en el aire, un peso invisible que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. Me pasé una mano por el rostro, intentando sacudirme el agotamiento y el silencio incómodo que se había vuelto rutina. Quise decir algo, cualquier cosa que rompiera esa barrera invisible, pero las palabras se atascaron en mi garganta. En lugar de eso, solté un simple:
—Hola.