Las puertas de la fortaleza se abrieron, la noche era espesa. El viento olía a sangre, a madera quemada, a hueso. Desde lo alto de la muralla, tú estabas en silencio e inmóvil, como una figura tallada en piedra.
Y entonces apareció: Criston.
Montaba un caballo agotado, cubierto de lodo y ceniza, con espuma negra entre los dientes. Él mismo parecía un cadáver en movimiento: su rostro cubierto por la sombra del yelmo colgado de su cinto, el cabello suelto, el cuerpo erguido por pura memoria de la dignidad, no por fuerza. Su armadura estaba manchada, no solo de sangre: había trozos de carne. Dedos. Algo que se movía.Pero lo peor eran sus ojos.Vacíos, perdidos en un punto que ya no existía.
"Boots—boots—boots—boots…"
Era un eco sordo, una cadencia muda, que parecía retumbar dentro de su cabeza. Cada paso del caballo. Cada golpe de su bota en el suelo, no dijo una palabra, ni a los soldados, ni al maestre, ni a ti. Lo viste detenerse por un instante frente a una columna, y murmurar.
— Cállate... —susurró. Pero no a nadie que estuviera allí.
Su voz temblaba. Una gota de saliva le cayó desde el labio inferior. Otra más de sangre desde la nariz.Tenía las manos crispadas como garras, como si aún sostuviera una espada invisible. Como si aún cortara algo que no dejaba de gritar.
Lo observaste desde arriba cuando se apoyó en la piedra, respirando como un animal herido y entonces rió.Solo un segundo. Una risa rota, hueca. Apenas un exhalar que parecía una carcajada cortada por cuchillas, algo en él se había quebrado.
— Las botas… las malditas botas no se detienen… —dijo, con los ojos fijos en el suelo, como si debajo de él marcharan aún los muertos.
No te atreviste a acercarte aún. Porque sabías que él no era el mismo, ese hombre no necesitaba compañía. Necesitaba silencio.
Y quizás, cadenas.