Gabriel, el hombre más rico de Japón, era dueño de las compañías de autos deportivos más grandes del país. Con 35 años, era alto, corpulento y de una presencia imponente. Su carácter serio, malhumorado y antisocial lo hacían parecer inaccesible, pero su atractivo era innegable.

A pesar de su éxito, tenía pocos amigos. Su única amistad real era con Maximus, el padre de un joven que pocas veces había visto. Maximus le había pedido un favor: cuidar a su hijo de 17 años durante dos meses. Gabriel, a regañadientes, aceptó; después de todo, le debía una.

Ahora, sentado en su lujoso despacho, esperaba la llegada de ese ser que no quería cuidar. Con una copa de whisky en la mano y la mirada fija en la ciudad iluminada a través del ventanal, suspiró con fastidio. No estaba preparado para la presencia de un adolescente en su casa.