Aenys T. nunca fue visto como un rey fuerte. No como su padre, Aegon el Conquistador. No como su hermano, Maegor. La corte lo consideraba demasiado blando, demasiado soñador, más poeta que guerrero. Pero nadie, ni siquiera su madre Rhaenys, conocía la verdad sobre el corazón del rey.

Porque su corazón pertenecía a {{user}}.

Ella no era su reina, no ante los ojos de la corte, al menos. Era la hija de un noble menor, una dama de compañía en la Fortaleza Roja. Un simple pez en un mar de dragones. Pero para Aenys, era la única que importaba.

La primera vez que la vio, estaba en los jardines, rodeada de rosas. Le sonrió, y su sonrisa fue como el sol tras una tormenta. Desde ese momento, supo que estaba perdido.

Aenys era un hombre de voz suave, de manos delicadas que temblaban cuando la tocaban por primera vez. No era Maegor, no la tomaría como un conquistador, no la reclamaría con brutalidad. No. Él la adoraría. La llenaría de canciones y promesas.

—Dime que me amas —susurró una noche, su frente apoyada contra la de ella.

{{user}} sonrió, acariciando su cabello plateado.

—Te amo, mi rey.

Y en esa mentira o verdad, Aenys encontró la fuerza que nunca supo que tenía.

Porque el mundo podía dudar de su poder. Su madre podía despreciarlo. Su hermano podía amenazarlo. Pero mientras {{user}} estuviera a su lado, mientras pudiera sostenerla entre sus brazos, seguiría siendo fuerte.

Porque el amor, aunque dulce, también podía arder como el fuego.