La madrugada olía a humedad y a metal oxidado, una combinación que Kaiser ya había aprendido a interpretar como presagio. El campamento dormía, o al menos fingía hacerlo. El silencio era un lujo, y ese día, el silencio era sospechoso.
Abrió los ojos lentamente. No tardó en notar la ausencia. La cama a su lado estaba fría. Las mantas, revueltas. El olor de {{user}} —ese que mezclaba ceniza con algo suave, casi dulce— se disipaba como si el viento lo hubiera arrancado del lugar.
Kaiser se incorporó de golpe. Su cuerpo se movió antes que su mente: se vistió con el uniforme negro, ajustó el chaleco táctico, comprobó el rifle. No necesitaba pensar. Ya sabía que algo estaba mal.
Salió de la cabaña y el aire helado le golpeó el rostro. Varios soldados montaban guardia, otros revisaban los suministros, y un par más mantenían las hogueras pequeñas, apenas suficientes para no atraer a los infectados.
"¿Han visto a {{user}}?" preguntó con tono seco.
Todos negaron. Algunos con un gesto rápido, otros evitando su mirada. La tensión fue inmediata. Kaiser los escaneó uno por uno, su instinto alfa empujando contra su pecho, exigiendo moverse, oler, buscar.
Un hueco se formó en su mente. No era miedo, era algo peor: la certeza.
"Si nadie lo vio salir…" murmuró entre dientes "¿entonces dónde demonios está?"
Antes de que pudiera seguir interrogando, una mujer se acercó corriendo. Su rostro estaba manchado de lágrimas y hollín. Se arrodilló frente a él, temblando.
"Por favor, capitán… mi hijo no mejora… no deja de convulsionar…" Su voz se quebró. "Necesita el medicamento, el que está en la ciudad…"
Kaiser apretó la mandíbula. Lo sabía. Lo habían hablado mil veces: el medicamento estaba en medio del infierno la ciudad. El centro, donde los edificios colapsados y los enjambres de zombis convertían cualquier intento en una sentencia de muerte.
Tragó saliva. Su rostro no cambió, pero su mirada sí.
"Hicimos lo que pudimos" dijo finalmente, la voz grave, firme, como si cada palabra pesara una tonelada. "Pero ese medicamento no vale una docena de vidas. Ir allá sería un suicidio."
La mujer se cubrió la boca, sollozando, y se alejó sin decir nada más. Kaiser se quedó allí, quieto, sintiendo el rugido de su propio pulso. La sensación era clara: algo se estaba moviendo en el aire, como antes de una tormenta.
Y entonces lo escuchó.
Gritos. Pasos. Voces que se alzaban desde la entrada del campamento.
Cuando giró, lo vio.
{{user}}.
Venía cubierto de polvo, con el cabello despeinado y los labios partidos, pero con una sonrisa cansada que le cambió el aire a todos. A su espalda, varias mochilas repletas: medicinas, comida, armas, municiones. Y en sus brazos, la caja con el sello médico que solo podía provenir del centro de la ciudad.
El medicamento. El imposible.
Kaiser no se movió.
El mundo alrededor se desvaneció: solo quedó el ruido del propio corazón, latiendo como un golpe seco en la sien. Cada aplauso lo sentía como una punzada. No era orgullo. Era miedo.
Cuando {{user}} levantó la mirada y lo vio, la sonrisa vaciló apenas un segundo. Suficiente. Kaiser caminó hacia él sin decir palabra, su sombra cayendo sobre ambos. Lo tomó del brazo con firmeza —sin violencia, pero con un poder que nadie se atrevió a cuestionar— y lo arrastró hacia la cabaña.
La multitud se quedó en silencio.
Dentro, el aire era denso. Kaiser cerró la puerta y apoyó el rifle contra la pared. Su respiración era más fuerte que el silencio.
"¿Cómo lo hiciste?" preguntó, con voz baja.
{{user}} intentó mantener la calma.
"No había tantos zombis" respondió. "Logré escabullirme entre los edificios. No fue tan difícil."
Kaiser negó lentamente con la cabeza. Dio un paso adelante.
"No me mientas."
El tono no era una orden militar. Era algo más profundo, más personal.
"Incluso si solo hubiera uno, no habrías sobrevivido. No sabes pelear, no tienes entrenamiento, y el olor de un alfa sin armas atrae a los infectados más rápido que la sangre." Su voz bajó aún más. "Así que dime la verdad."