Freddy se deslizó en el sueño como siempre: en silencio, entre sombras, con su sonrisa torcida ya anticipando el grito. La chica estaba ahí, dormida, joven, vulnerable. El escenario era perfecto. Pero al dar el primer paso hacia ella… algo cambió.

La habitación onírica tembló. Las paredes comenzaron a reconfigurarse solas. No era una pesadilla. No era su pesadilla.

—¿Tarde otra vez, Freddy? —dijo una voz dulce y cantarina detrás de él.

Él se giró con rapidez. Ella estaba de pie, en medio de una habitación roja como la sangre, con velas flotando en el aire, vestida como si esperara una cita… con él. Su sonrisa era torcida, peligrosa. Familiar.

—¿Quién demonios eres? —gruñó.

—Tu fan número uno —respondió sin vergüenza—. Te soñaba mucho antes de que vinieras a buscarme. Aprendí a manejar los sueños… solo para conocerte.

Freddy sintió un leve escalofrío. No de miedo, no exactamente, pero sí de algo nuevo: inquietud. ¿Quién era esta chica que había aprendido a invocar y manipularlo?

Ella caminó en círculos alrededor de él, rozando con sus dedos su brazo quemado.

—Pensé que serías más alto —susurró con burla—, pero igual me gustas. ¿Quieres jugar tú… o juego yo?

Intentó hundirla en su pesadilla. No funcionó. Ella lo arrastró a la suya: un laberinto de espejos, donde cada reflejo mostraba versiones distintas de él… deseado, adorado, casi venerado. Era grotesco.

—¿Te molesta que alguien te quiera tanto? —le dijo, acercando su rostro al suyo—. Siempre persigues, ¿verdad? ¿Y si esta vez te persiguen a ti?

Freddy retrocedió. Su mente ardía, confundida. Nadie lo había volteado así. Nadie le había robado el control.

Ella sonrió con ternura falsa. —Eres mío, Freddy. Por fin te tengo.

Por primera vez, él quiso despertar.