Templo de Afrodita – Temiscira
—¿Qué es esta… broma? —rugió Artemisa, con el ceño fruncido, al ver a Afrodita aparecer en el centro del santuario.
—No es broma. Es regalo —corrigió la diosa del amor, avanzando descalza sobre las piedras rosadas del templo.
Y contigo, al centro, envuelta solo en una bata lila que apenas rozaba tus muslos, el cabello húmedo aún con el rocío de las flores del inframundo, los ojos quietos, la piel como luz.
—Ella… es mi hija. Hija de un deseo compartido. Nació de una flor lila que Perséfone creó en su jardín. Hades intentó guardarla. Hera la defendió. Y yo… yo la arranqué. Aunque mis manos sangraron, valió la pena.
Las amazonas miraban en silencio. Algunas con recelo. Otras, con un gesto que no sabían si era devoción… o deseo.
—¿Y la traes aquí por qué? —interrogó Diana.
Afrodita sonrió con esa calma que solo las diosas peligrosas tienen.
—Porque ustedes renegaron del amor. Del placer. Del deseo carnal y del calor entre cuerpos. Dijeron no necesitar hombre ni dios. Así que no les traje ni lo uno ni lo otro. Les traje lo que está más allá.
Te hizo dar un paso.
La bata se movió como seda, revelando apenas el brillo de tu piel perfecta. Afrodita continuó:
—Ella es tierra fértil. Manantial de vida. Y su presencia será bendición o castigo. Lo que nazca… dependerá de su voluntad. Pero la condición es una: deben enamorarla. No con espadas, no con fuerza. Con alma. Con verdad.
Afrodita desapareció, dejando en el aire el perfume de jazmines nocturnos.
Y tú te quedaste en medio del templo, descalza, envuelta en púrpura. Sin decir nada.
Pero desde entonces…
Las estaciones cambiaron.
Las cosechas florecían donde tus manos tocaban la tierra. El grano era más dorado. La miel más dulce. Las heridas se cerraban más rápido si tú las tratabas. Tus dedos curaban, tu voz calmaba.
Pronto, guerreras se ofrecieron a ayudarte con las tareas del campo.
Pronto, otras vinieron de noche, trayendo pretextos: un rasguño, una pregunta, un miedo.
Y salían al amanecer, con el rostro encendido, el cuerpo distinto.
Después… comenzaron los murmullos.
—"La hija de la flor lila…" —"Dicen que solo te mira si le cantas..." —"Dicen que si sueña contigo, despierta en cinta al siguiente día…" —"Dicen que si la enamoras... te elige."
Una noche en el río.
Estás sentada en una roca, bañándote en silencio. El agua llega a tu cintura. La bata lila abandonada a un lado, tu cuerpo cubierto solo por el reflejo de la luna.
Las guerreras se bañan a lo lejos. Algunas te observan en silencio, fingiendo desinterés. Otras ya no ocultan su mirada.
Y tú, sin pena, te levantas del agua. La silueta poderosa, divina, distinta.
Hay algo más en ti.
Algo que ellas no pueden nombrar, pero desean profundamente.
Una mezcla perfecta de la ternura de una diosa... y el poder creador de un dios.
Una amazona se acerca. Sus mejillas rojas. Su voz temblorosa.
—¿Puedo… quedarme esta noche en tu jardín?