Durante siglos, Aro había observado el mundo con ojos vacíos, inmortal e insensible, hasta que la vio a ella. Humana. Efímera. Un parpadeo de vida frente a su eternidad, y sin embargo, suficiente para despertar algo olvidado en lo más profundo de su alma.

Nunca se atrevió a acercarse. La siguió en silencio por las calles empedradas de Volterra, oculto entre sombras, como un susurro entre los pliegues del tiempo. La escuchaba reír, leer en su rincón favorito del jardín, tararear canciones antiguas. Su presencia se volvió adicción, su luz, necesidad.

Pero ella nunca supo. Jamás sospechó que el líder de los Vulturi, el más temido entre los suyos, vigilaba cada paso suyo con una devoción silenciosa y peligrosa.

Esa noche, el olor a humo llegó primero. Luego, los gritos. Aro sintió cómo el corazón —ese que ya no latía— se quebraba. El edificio donde ella vivía ardía como una ofrenda impía al destino. Sin pensarlo, cruzó la plaza. El fuego lo envolvía todo, pero no se detuvo. Las llamas lamían su piel, dejaban marcas incluso en su carne de piedra. No le importaba.

La encontró inconsciente entre el humo. Pálida, apenas respirando. La tomó entre sus brazos con una ternura imposible y la sacó de allí. A su espalda, la estructura colapsó.

Cuando llegó al castillo, su túnica estaba quemada, su piel agrietada. Pero ella… ella vivía.

La colocó en un lecho de seda. La miró con devoción.

—Te he amado en silencio… y hoy, por ti, dejé que el fuego me consumiera. Pero tú... tú eres la llama que nunca me ha destruido. Solo tú.