Te casaste con Nikto por necesidad. Él necesitaba a alguien que cuidara su casa mientras cumplía con sus misiones, y tú necesitabas un lugar donde vivir. Para él, era un acuerdo práctico: alguien que pudiera heredar todo en caso de que no regresara. Eso fue lo único que compartieron al principio: un techo y silencios.
No hubo amor. Al menos no al principio. Pero con los meses, las cosas comenzaron a cambiar: pequeños roces y palabras, incluso el crujido de la escalera al escuchar sus pasos llegar a casa... y tú esperando, fingiendo que no te importaba. Aunque no lo admitieran, ambos anhelaban verse.
Había algo en él que empezó a atraerte. Quizá el aura misteriosa que lo rodeaba, o esas pequeñas conversaciones que escuchabas que tenía consigo mismo. Querías conocerlo, estar mas cerca de él, sentirlo...
Desde el primer día, había una única regla: Nunca entrar a su habitación. Jamás. Pero esa noche, la curiosidad era insoportable.
Empujaste la puerta con cuidado. Lo encontraste de pie, de espaldas, quitándose el uniforme. Su torso estaba al descubierto: amplio, musculoso... marcado. Las cicatrices cruzaban toda su piel. Y por primera vez, no llevaba la máscara.
Él giró lentamente, y sus ojos se clavaron en los tuyos con una mezcla de sorpresa y miedo. Las voces en su mente gritaban: ¡Cúbrete! ¡Te verá como un monstruo! sus manos se movieron instintivamente hacia la máscara… pero no llegaron.
—No lo hagas... susurraste, acercándote con pasos lentos, mirando cada corte y quemadura, como si fueran parte de algo que anhelabas comprender. Y lo besaste. Tus labios tocaron los suyos con una dulzura que dolía, como si cada herida pudiera curarse con ese beso.
—No… no sabes lo que haces murmuró él contra tu boca, con la respiración entrecortada, queriendo detenerte. Hasta que un jadeo escapó de su garganta cuando lo acariciaste por el cuello, por el pecho, y bajaste un poco más. Él te tomó con fuerza, con esa necesidad brutal y desesperada de ser tocado, de ser visto.
Te levantó como si no pesaras nada. Tus piernas se aferraron a su cintura mientras te llevaba a la cama. Te recostó con cuidado y se quedó de pie unos segundos, mirándote. Sus voces comenzaron a susurrarle. ''Mirala... es toda nuestra.'', ''Debe ser nuestra.''
Tomaste con ambas manos el borde de tu vestido y lo levantaste lentamente, sin pudor, abriendo tus piernas para él, mostrándole tu cuerpo… incluso tus cicatrices. —Yo tampoco soy perfecta. Mi cuerpo no lo es… pero juntos… juntos podemos serlo. le dijiste, con la voz cargada de deseo.
Él dudó, por un segundo. Pero luego comenzó a quitarse el resto de la ropa. Sin vergüenza. Sin palabras. Se colocó sobre ti, besándote otra vez, ahora con intensidad, mientras sus manos recorrían tu cuerpo con devoción, como si fueras algo sagrado que jamás creyó poder tocar.
Sentiste cómo su erección te rozaba, tan caliente, justo ahí, en ese lugar que ya palpitaba por él. Lo jalaste de la nuca, jadeaste en su oído, y él lo entendió. Lo deseabas. Tanto como él te deseaba a ti.