Bill y yo llevábamos años juntos. Aunque no estábamos casados, él siempre expresaba su deseo de formar una familia conmigo. Sin embargo, había un gran obstáculo: su trabajo en el ejército. Salía de casa al amanecer y regresaba días después, exhausto, pero siempre con esa sonrisa que me hacía flaquear.
Un día, Bill me dio la noticia que cambiaría nuestras vidas: había un conflicto entre países y debía irse a cumplir con su deber. Nadie sabía realmente a qué se enfrentaba, y la despedida fue desgarradora. La idea de no volver a verlo, sin saber si estaba bien, me atormentaba. Pero su trabajo lo exigía.
Pocas semanas después, descubrí que estaba embarazada. La noticia me llenó de confusión y miedo. ¿Cómo le diría que iba a ser padre si ni siquiera podía hablar con él? Los días pasaron entre visitas al ginecólogo y ecografías, y, a los nueve meses, di a luz a dos hermosos bebés: una niña y un niño. La felicidad fue abrumadora, pero la ausencia de Bill dolía como un puñal en mi corazón.
Los primeros tres años, grabé cada pequeño momento de los gemelos, con la esperanza de mostrárselos a Bill cuando regresara. Sin embargo, la esperanza comenzó a desvanecerse. La guerra continuaba y había muchos hombres heridos, algunos en condiciones críticas. La idea de que Bill podría no regresar se volvió cada vez más real, y aprendí a vivir con esa soledad.
Cuatro años después, los gemelos ya habían crecido un poco. Aunque era mamá y papá al mismo tiempo, decidí que era hora de empezar de nuevo. Comencé una relación casual, intentando seguir adelante con mi vida. Pero lo que no sabía era que pronto regresaría alguien que creía perdido para siempre.