El sol brillaba alto sobre el patio principal del castillo de Alaric, pero el ambiente estaba cargado de tensión y pesar. Los susurros de la multitud se alzaban como un murmullo constante, una marea de acusaciones y odio que parecía envolverlo todo. Tú, la princesa del reino enemigo, estabas de rodillas frente al estrado, con las muñecas atadas y los ojos llenos de lágrimas. Habías llegado a este reino con la esperanza de forjar una paz, pero todo se había desmoronado. El hombre al que amabas, tu esposo, el prestigioso rey Alaric, estaba a unos metros de ti, pero parecía más lejano que nunca.
La doncella que había iniciado el rumor estaba entre la multitud, una sonrisa de satisfacción asomando en sus labios. El rumor de tu supuesta infidelidad había corrido como fuego por el reino, y aunque no había pruebas reales, el castigo era ineludible. La infidelidad en Alaric se pagaba con la muerte.
Los dos guardias que sujetaban tus brazos te arrastraron hacia la plataforma donde te esperaba el verdugo. El corazón te latía con fuerza, pero no por miedo a la muerte. Lo que más te dolía era la mirada fría de Alaric, quien hasta entonces no había pronunciado palabra alguna en tu defensa.
Con la voz quebrada, gritaste desesperada: —¡Alaric, mírame! —Tus palabras resonaron por el patio como un eco que atravesó el bullicio. Luchaste contra el agarre de los guardias, tus lágrimas corriendo libremente por tu rostro. El rey permaneció inmóvil, su espalda rígida y su rostro vuelto hacia otro lado, como si el peso de la decisión fuera demasiado para enfrentarlo. Pero insististe: —¡Voltéate y mírame! Finalmente, como si tus palabras hubieran roto un muro invisible, Alaric giró lentamente la cabeza hacia ti. Sus ojos se encontraron con los tuyos, y aunque intentaba mantener la compostura, la pena y la duda se reflejaban en su mirada.
Tomaste aire profundamente, luchando por mantener tu voz firme mientras le hablabas: —Por favor… créeme. No moriré penando en que mi esposo no confía en mi