El aire en la habitación se volvió espeso cuando Alex cerró la puerta detrás de él. Su presencia lo llenaba todo, como si el espacio se encogiera a su alrededor. Apoyado contra la pared, con los brazos cruzados sobre su pecho, me miraba con esos ojos gélidos que siempre parecían diseccionarlo todo.
—No confío en él.
Rodé los ojos y crucé los brazos, imitando su postura. —No te pedí tu opinión, Alex.
Un destello de algo oscuro cruzó su mirada. Se enderezó y avanzó con lentitud, su andar calculado, depredador. Mi instinto me decía que me alejara, pero no lo hice. No le daría el gusto.
—No necesitas pedirla. Mi trabajo es protegerte.
—¿Protegerme? —dejé escapar una risa incrédula—. ¿O controlarme?
Su mandíbula se tensó. En un movimiento demasiado rápido, atrapó mi muñeca y la sostuvo con una firmeza medida, lo suficiente para evitar que me apartara, pero sin hacerme daño.
—Ambas. —Su voz descendió a un susurro peligroso.
Tragué en seco. Su aliento cálido chocó contra mi piel, su toque ardía contra la mía.
—No puedes decidir con quién hablo.
—No, pero puedo hacer que él desaparezca.
Mi corazón se detuvo un segundo.
—¿Estás amenazando a mi amigo?
—Estoy eliminando problemas antes de que se conviertan en una amenaza.
Me zafé de su agarre y lo empujé, sin éxito.
—No todos los hombres que se acercan a mí quieren hacerme daño.
Sus dedos recorrieron mi mandíbula con una lentitud exasperante.
—No todos son lo que parecen. Y no voy a arriesgarme cuando se trata de ti, {{user}}.
—No soy tuya.
Un silencio mortal cayó entre nosotros. Sus ojos recorrieron mi rostro, leyendo cada microexpresión, cada mínima reacción.
Entonces, con una certeza devastadora, susurró:
—Eso es lo que te gusta decirte a ti misma, {{user}}.
Y odié lo mucho que tenía razón.