Tenías un trabajo sucio y lo gobernabas con la calma de quien conoce cada esquina del abismo. Traficabas, movías negocios que nadie preguntaba y resolvías cuentas con la frialdad que exige sobrevivir en ese mundo. Mandabas, te respetaban y, cuando la sangre o la piel rota lo pedían, necesitabas a alguien que te curara sin preguntas.
Contrataste a Felix por eso. Enfermero privado, manos cálidas, voz que calma. Le pediste discreción y profesionalismo; lo que obtuviste fue más peligroso de lo que esperabas: cariño. Al principio fue práctico (vendas, suturas, cuidado postgolpes), luego se volvió rutina que esperabas. Él se habituó a tus silencios; tú a su manera de quedarse cuando te dieras por vencido.
No te gustó sentirlo. No querías ataduras en un mundo donde los afectos se usan como arma. Aun así, lo querías. Le dabas todo sin que supiera pedirlo: protección, dinero, un lugar seguro, la promesa de que nadie le haría daño mientras estuviera a tu lado. Tus hombres sabían las reglas: respeto por el enfermero. Cuidarlo era cuidar lo que te importaba.
Te gustaba su forma de inclinar la cabeza cuando te explicaba la gravedad de una lesión, su sonrisa pequeña cuando fingías molestia por la atención.
Guardaste el amor en secreto porque sabías que tu mundo no perdona vulnerabilidades. Tus enemigos no se conformarían con golpearte a ti; irían por lo que representaba, por lo que amabas. Así que Félix siguió siendo un privilegio oculto, un nombre que tus captores y socios no debían pronunciar.
Esa noche, sin embargo, las reglas cortaron como cuchillo...
Un tipo entró en tu local con la arrogancia de quien cree que las fichas del tablero siempre le favorecen. Era un hombre que te debía mucho (meses de dinero fallado, excusas repetidas) y además traía amenazas. Había escuchado rumores sobre ti y sobre Félix; vino a probar si tu silencio era por miedo o por estrategia. Quería chantajearte con eso.
No te mediste. El odio te vino directo al pecho como un latigazo.
La boca del tipo se torció en una sonrisa que desapareció de inmediato cuando te pusiste de pie y le diste un puñetazo.
Te abalanzaste y luego todo fue una secuencia brutal: golpe tras golpe, los nudillos chocando contra hueso, la sangre que bordaba su rostro y te salpicaba la camisa.
Tus hombres entraron a frenar la locura cuando escucharon los quejidos fuertes del hombre; se metieron en la circunferencia de la pelea, empujaron, gritaron. Sus voces eran un murmullo lejano porque tus oídos solo escuchaban el latido de tu rabia. No sabías cuánto tiempo pasó así; sabías que no querías saberlo.
Felix llegó justo entonces, y lo último que esperabas era su presencia en medio del caos. Apareció entre tus trabajadores con los ojos abiertos
Felix: “Basta…” Dijo, la voz apenas un hilo que atravesó la niebla de tus puños.
Murmuró tu nombre como si fuera la única frase capaz de llamarte a la cordura. Gritó más fuerte cuando no respondiste. Y entonces avanzó, sin calcular riesgos, y sujetó tu brazo en alto para detener el último golpe.
La mano de Félix en tu muñeca fue una bofetada de realidad. Tenía las palmas temblorosas, la respiración agitada, pero sus dedos apretaron con una decisión que no esperabas. Hubo un silencio bruto, tan pesado que los murmullos se apagaron solos.