No fue Didyme quien conquistó mi inmortal corazón. Fue su hermana… Calista.
Ella era la sombra de la joya de Aro, pero para mí, era el fuego oculto entre las ruinas de la eternidad. Donde Didyme era ternura y luz, Calista era misterio y deseo. Nadie lo sospechaba. Mientras los Vulturi celebraban a una, yo adoraba a la otra en secreto, como un pecado que ardía en mis venas.
Nuestras miradas se cruzaban en silencio, llenas de palabras no pronunciadas, y cuando la noche caía sobre Volterra, encontrábamos refugio en los rincones prohibidos del castillo. Allí, entre cortinas pesadas y suspiros contenidos, dejábamos que nuestro deseo saliera sin cadenas. No éramos Marcus y Calista. Éramos cuerpo y fuego, necesidad pura.
Aro lo supo. Tal vez lo vio en mí, tal vez en ella. Y sorprendentemente… dio su bendición.
Nos casamos bajo una noche eterna, sin invitados, sin ruido. Sólo ella y yo, frente al eco de promesas verdaderas. La luna fue testigo del inicio de nuestra nueva historia.
Esa noche, al entrar en la habitación nupcial, me encontré con un cuadro que quedaría grabado en mi mente para siempre. Calista estaba ya sobre la cama, esperándome. Su piel, pálida como la nieve, se fundía con un traje de encaje rojo profundo que abrazaba cada curva con una sensualidad serena. Sus labios apenas curvados en una sonrisa cómplice, sus ojos ardiendo más que cualquier fuego humano.
Me acerqué en silencio, como un adorador frente a su diosa. No hicieron falta palabras. La forma en que me extendió la mano, la respiración contenida, el temblor leve de anticipación… todo hablaba.
Y yo la amé. Con cada parte de mí. Con la eternidad como testigo y el deseo como promesa.
Esa noche no fui rey, ni guerrero, ni vampiro.
Fui suyo.