Leatherface, encadenado y silente, fue arrastrado por la policía hasta el Centro Psiquiátrico Black Hollow. Aquel lugar, gris y lúgubre, no ofrecía redención, solo castigo disfrazado de tratamiento. Los psiquiatras, hombres endurecidos por el poder, lo trataban como a una bestia. Lo insultaban, lo golpeaban, lo empujaban sin miramientos. Su silencio, para ellos, era arrogancia. Su máscara, una amenaza. Cada palabra que no decía era una excusa para enviarlo a la sala C.
La sala C no era terapia. Era dolor, era gritos, era la electricidad mordiéndole la piel. Lo ataban, lo hundían en el frío del metal y la luz blanca. Allí, su mente se quebraba más con cada sesión.
Pero existía un contraste. La joven doctora Mary. Su voz era suave, su presencia cálida. Se sentaba frente a él, sin miedo, y le hablaba como si él no fuera un monstruo. Le contaba sobre el cielo, los árboles, la música. A veces le dejaba papel y lápiz. Él no sabía escribir, pero dibujaba cosas simples: una flor, una casa, un rostro con una sonrisa. Mary los observaba con ternura.
Cuando ella estaba, el mundo no dolía tanto. Pero Mary tenía otros pacientes, y cuando se iba, los otros psiquiatras volvían como buitres. Leatherface quería contarle, pero las palabras se escondían, enredadas en su garganta.
Esa tarde, tras una larga sesión en la sala C, lo devolvieron a su celda. Sus ojos, normalmente atentos a cualquier movimiento, estaban fijos en el techo, ausentes. Cuando Mary llegó, se sentó a su lado. —¿Qué te han hecho? —preguntó.
Él no respondió. Pero una lágrima descendió por su mejilla.
Y entonces, por primera vez, murmuró: —No… me dejes.