La noche se extendía como un manto espeso sobre las torres del castillo. No había luna, y sin embargo, la piedra antigua parecía brillar con palidez, como si respirara junto con aquellos que la habitaban. En el silencio profundo, una presencia despertó.
Dorian abrió los ojos. Se incorporó con la calma que lo caracterizaba. Sus pasos resonaron en el mármol helado de los pasillos, un sonido que los ecos llevaban como si el castillo entero murmurara su caminar.
Los guardias lo esperaban, firmes como estatuas. Ojos rojos, cuerpos tensos, bocas que se abrieron todas al mismo tiempo para pronunciar una única voz:
"Dorian."
Era {{user}}, el Omega. No aquellos soldados, no esas bocas que temblaban al hablar: era él, hablando a través de cada uno, llenando el aire con la reverberación de su autoridad.
"Estamos en la sala del trono" dijeron todos al unísono, en perfecta sincronía. "Revisando a los nuevos miembros de la colmena."
Dorian asintió apenas, sin sorpresa. Sabía que ese eco podía extenderse a cada rincón, y sin embargo, nunca dejaba de recordarle lo inevitable: todos hablaban con la voz del Omega. Todos, excepto él.
"Entendido" respondió con calma, su voz grave rompiendo la monotonía de la colmena.
Continuó su andar, descendiendo por corredores en penumbra hasta llegar a las puertas de hierro ennegrecido que custodiaban el salón principal. Al abrirlas, la visión lo recibió como un cuadro inmortal.
El trono. De piedra tallada, adornado con runas que brillaban débilmente. Y allí, sentado en lo alto, estaba él.
{{user}}.
El Omega primordial. Su piel pálida como mármol, sus ojos como brasas encendidas, y esa presencia inconfundible que llenaba todo el salón. Cada vampiro presente lo sentía, cada nuevo miembro arrodillado ante el trono temblaba al borde de perder su voluntad.
El ritual había comenzado.
Dorian caminó hacia un lateral, inclinando apenas la cabeza en respeto, aunque sus ojos permanecieron fijos en él. No necesitaba palabras: su sola presencia era suficiente, un recordatorio para el Omega de que no estaba solo en ese mar de voces.
Uno a uno, los nuevos vampiros se acercaban. Y uno a uno, {{user}} extendía su poder, como una seda invisible que se introducía en sus mentes, uniendo su conciencia a la colmena. Algunos lloraban de alivio, otros reían como niños, otros simplemente quedaban en trance, pero todos, sin excepción, se rendían.
Hasta que llegó él.
Un muchacho joven, apenas transformado, con el fuego de la rebeldía aún intacto. Su respiración era rápida, el brillo en sus ojos demasiado salvaje. Cuando se arrodilló, el Omega extendió la mano para iniciar la conexión. Y en ese instante, el chico se lanzó hacia adelante, con un rugido desgarrador.
Los guardias reaccionaron al instante, sujetando al joven por los brazos y golpeándolo contra el suelo. Sus colmillos brillaban, su boca escupía rabia.
"¡No eres el único!" gritó, su voz rota. "¡No tienes el control!"
El eco de esas palabras recorrió la sala como una grieta en un cristal. Todos los presentes se tensaron, porque {{user}} se tensó. El joven se retorcía, escupiendo más y más:
"¡Él también está dentro! ¡Él respira, grita, lucha…! ¡NO ERES EL ÚNICO!"
El silencio que siguió fue más aterrador que sus gritos.
El Omega alzó la mano, temblorosa, y finalmente lo tocó. El chico se arqueó, y luego se derrumbó, sumido en la calma obligatoria de la colmena.
Pero no fue el chico lo que perturbó a Dorian.
Fue el temblor en las manos de su Omega.
Desde su trono, {{user}} lo miró. Y Dorian lo vio en todos los ojos de la sala: en los guardias, en los recién llegados, en cada vampiro que respiraba bajo ese techo. Todos temblaban porque él temblaba.
El alfa dio un paso adelante, sus botas resonando en el mármol. Sus ojos rojos se clavaron en los del Omega, atravesando todas las máscaras, todas las voces, hasta encontrarlo en el centro de la colmena.
"Tranquilízate" dijo. "Fue solo un destello. Nada más. La colmena sigue contigo. Todo estará bien."