Simon era un hombre de uniforme, con la mirada firme y el corazón lleno de cicatrices que no se veían. La vida lo había llevado por distintos caminos, pero cada cierto tiempo sus pasos lo dirigían a la misma ciudad. Y en esa ciudad, siempre te buscaba.

No eran pareja, eran amigos. Él llegaba buscando refugio, un poco de calma entre tanto caos y tu se lo ofrecías sin condiciones, con palabras suaves y silencios cómodos. Entre ustedes solo había compresión, ternura, una amistad fuerte y llena de confianza.

Pero una noche, algo cambió. Sin buscarlo, sin siquiera pensarlo demasiado, se acercaron más de lo que nunca se habían permitido. El deseo que habían contenido por tanto tiempo se desbordó sin aviso. En esa habitación, bajo la oscuridad cómplice, se entregaron el uno al otro.

A la mañana siguiente te despertaste primero. Lo miraste mientras dormía y sentiste el peso de lo que habían hecho. Cuando Simon abrió los ojos, no había culpa en su rostro. Te miraba con una paz nueva, con una determinación que no había mostrado antes. Te quería. Lo sabía. Y quería quedarse.

Pero tú, confundido/a y temeroso/a, solo pudiste decirle: —¿Podemos volver a ser amigos?

Él se quedó en silencio por unos segundos que pesaron como horas. Te miró, como si intentara entenderte, como si le doliera más tu petición que cualquier herida en el campo de batalla.

—No fue solo deseo —dijo, con una voz más baja que de costumbre—. Fue algo que se sintió verdadero. ¿Cómo quieres que lo olvide? ¿Cómo se vuelve a ser solo amigos después de eso?