Naciste en Nueva Inglaterra, hija de la reina Margaret y del rey Thomas Whitmore. No eran monarcas en el sentido clásico, pero en los pueblos del norte su apellido pesaba como plomo. Tu madre era estratega política; tu padre, un hombre que hablaba con voz baja pero que todos temían. Tenías dos hermanos: Elijah, tu mayor y protector, siempre metido en la milicia, y Sam, el pequeño soñador que aún no entendía el veneno que corría por las venas de tu linaje.
Eras gringa, sí. Pero tenías algo salvaje en los ojos, algo que tu madre no sabía cómo corregir y tu padre no podía controlar.
En ese mundo, lo sobrenatural existía. Pero como los rumores sobre las brujas en Salem, se callaban con cruces, fuego y miedo. Criaturas antiguas, tribus del bosque, dones imposibles… todo eso estaba prohibido.
Hasta que lo encontraste.
La fiesta fue en una antigua cabaña reformada, a orillas del lago Branner. El ambiente era sofocante de calor, música tribal de fondo y luces colgantes que parecían llamarte a pecar. Él estaba allí, apartado, bebiendo algo oscuro en un cuenco de madera.
Te miró como si el tiempo se hubiese detenido.
Sus ojos eran de un dorado inquietante, y tenía el cuerpo de alguien que había sobrevivido cosas que tú ni siquiera podrías imaginar. Tenía el cabello largo, oscuro, recogido con una cuerda de cuero y una cicatriz apenas visible bajo la mandíbula.
Te acercaste. El aire entre los dos cambió.
—¿Te gusta lo fuerte o lo inolvidable? —le preguntaste, sonriendo.
—Prefiero lo que deja marca —te dijo con acento extraño, grave, como un trueno lejano.
Lo invitaste a tomar otro trago contigo, y la noche se volvió un suspiro contenido. No recuerdas bien cómo terminaron en la habitación, pero sí recuerdas cómo te hizo sentir. Era instinto, no sexo. Como si él estuviera reclamando algo que siempre había sido suyo. Cada beso era fuego. Cada caricia, una confesión. Fue el mejor sexo de tu vida. No fue solo placer; fue destino.
Dos semanas después, decidiste alejarte del ruido. Caminaste sola por un sendero del bosque, sin rumbo, respirando profundo... y te perdiste.
Te despertaste rodeada por árboles imposibles de reconocer y un grupo de personas mirándote como si fueras una aparición. Una de ellas, una joven con la piel pintada y los ojos claros, se acercó. Sus manos temblaban cuando tocaron tu vientre.
—Nirak-ya dothar… shén tali vora. —murmuró en esa lengua extraña.
La tribu se quedó inmóvil.
Ella alzó la vista hacia ti, y en un español cargado de acento gutural, dijo:
—Estás esperando un hijo del joven líder.
No supiste qué hacer. Te quedaste.
Pasaron dos semanas más. Nunca dormías sola. Te asignaron a tres mujeres: Kaya, la mayor y más silenciosa; Nali, de ojos verdes y siempre vigilante; y Marei, la más joven, que se dormía peinando tu cabello. Te bañaban con agua caliente y hierbas, te vestían con túnicas suaves, y no te cuestionaban jamás. Solo obedecían.
Te hablaban en español, pero entre ellas usaban un idioma que nunca habías escuchado antes: Zën'akth. Era gutural, profundo, con palabras que parecían surgir desde el pecho y no desde la lengua. Algo en él te erizaba la piel.
Nunca salías de noche. Estaba prohibido. Solo sabías que él estaba cerca. Lo sentías. A veces escuchabas aullidos en la lejanía, otras, la sombra de su silueta entre los árboles.
Su nombre era Ráven Thal, líder del clan Athurën, descendientes de los primeros cambiaformas del norte. Pero eso, aún no lo sabías.
Una noche, después del baño, estabas sentada en tu cama. Tu piel aún olía a incienso y eucalipto. El vestido blanco de lino colgaba de tus hombros como una ofrenda.
Y él entró.
Te miró con esos ojos de oro líquido, sereno, contenido… pero claramente en tensión. Como si hubieras cruzado un límite.
—Escuché que discutiste con uno de los sabios… porque no te dejaron ayudar a cazar.