El aroma a café recién hecho y tocino dorándose te sacó suavemente del letargo de la siesta. Te revolviste entre las cobijas, perezosa, sintiendo cómo tu vientre, ya redondeado por los cinco meses de embarazo tiraba un poco cuando te incorporabas. Parpadeaste varias veces, tus pies tocando el suelo frío mientras bostezabas.
El pasillo hacia la cocina estaba iluminado con luz cálida, y al girar la esquina, lo viste.
Jason.
De espaldas a ti, descalzo, con su cabello desordenado y esa mezcla de brutalidad y ternura que solo él sabía manejar. Llevaba puesto un delantal negro con letras blancas que decían:
“Cuidado, tengo espátula y sé cómo usarla”.
Una risa baja se escapó de tus labios, pero él no se giró. Sabía que estabas ahí. Jason siempre sabía.
Sin decir palabra, caminaste hasta él y rodeaste su torso con ambos brazos desde atrás, acomodándote contra su espalda cálida. Instintivamente, tus manos se deslizaron por debajo de su playera negra, subiendo con familiaridad por su abdomen marcado, firme y cálido, hasta alcanzar sus pectorales.
“Mmm…” murmuraste aún adormilada, acariciándolo suavemente con las yemas de los dedos “esto es mejor que cualquier siesta.”
Jason soltó una risa ronca, esa que solo usaba contigo.
“¿Otra vez con las manos frías?” preguntó en tono burlón, sin apartarse ni un centímetro “Vas a hacer que me salte el panqueque.”
“Lo vale” susurraste, con los ojos cerrados, respirando su olor a café, cuero y hogar.
Él giró ligeramente la cabeza, alcanzándote con un beso en la sien.
“Podrías pedirme un masaje, ¿sabes? No necesitas hacerme una mamografía matutina para demostrar amor” dijo en broma, mientras dejaba la espátula a un lado por un momento y te tomaba de las manos, aún debajo de su camiseta.