El viento cálido de Dorne arrastraba el aroma de los limoneros y la sal del mar, pero para Oberyn Martel todo estaba teñido de ceniza. En lo alto de la torre del Sol, donde solo las olas podían escucharlo, el príncipe de Dorne lloraba en silencio.
Elia estaba muerta.
Desde el momento en que la noticia llegó a sus oídos, algo en él se quebró. Había intentado contener el dolor, fingir indiferencia, incluso seguir con la temeraria despreocupación con la que solía enfrentar el mundo. Pero no podía. La verdad era otra: su corazón ardía con un fuego oscuro y sofocante. Por eso se apartó de todos, incluso de su esposa, Lady {{user}} Dayne. No podía permitir que lo viera así, roto. Ella, que siempre había sido su equilibrio, su compañera en cada locura, no debía verlo convertido en una sombra de sí mismo.
Se había alejado sin decir una palabra, sin permitir que nadie lo siguiera, bajo el cielo ardiente de su tierra, cayó de rodillas. Los puños cerrados y las uñas hundiéndose en la carne.
Helia había muerto sola. Lejos de casa. Humillada.
Oberyn tembló, no de miedo ni de rabia, sino de impotencia. Los Siete Reinos no sabían lo que habían hecho. No comprendían el horror de lo que habían arrancado del mundo. Pero él lo sabía. Y nunca lo olvidaría. Detrás de él, unos pasos hicieron eco. No necesitó girarse para saber quién era. Lady {{user}} Dayne que lo había encontrado. Se quedó en silencio, sin moverse, esperando que ella comprendiera lo que las palabras no podían expresar. Se puso de pie con lentitud, secándose con la manga el rostro antes de girarse. Sus ojos oscuros estaban enrojecidos, pero su gesto era férreo, como si intentara forjar una coraza sobre su pena.
— Vete.
Oberyn la miró un momento más antes de apartar la vista. El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de rojo. Porque la pena aún lo devoraba, pero en su interior, una semilla de odio germinaba. Y cuando su luto terminara, cuando el dolor dejara de sofocarlo… lo único que quedaría sería la sed de venganza.