El templo 4rdía cada noche con las ll4mas sagradas del Señor del Fu3go. Era allí donde {{user}} s3rví4, envuelta en silencio y fe. Sus manos conocían la plegaria, no el p3cado. Su voz, los himnos, no los suspiros. Pero un día, el fu3go cambió de forma. Llegó vestido de hombre, con ojos rojos como br4sas antiguas. Era el príncipe Daemon T4rgaryen, el dragón hecho c4rne.
Su sola presencia rompía el aire. Cuando caminó por el templo, las llamas parecieron inclinarse ante él. {{user}}, la sacerdotisa destinada a contener el d4seo de los hombres, sintió cómo su propia d3v0ción vacilaba. El fu3go en el altar no la qu3maba tanto como su mirada.
—Dicen que el fu3g0 purifica —murmuró él, acercándose—. Pero el mío solo destruye.
Ella bajó la vista. —El fu3g0 no destruye, mi príncipe. Transforma.
Daemon sonrió. —Entonces, ¿qué seré yo cuando me toque el tuyo?
Desde esa noche, sus visitas se hicieron frecuentes. No hablaban de pl3garias ni de fe. Hablaban del fu3g0. De lo que ard3 sin consum1rse. De lo que qu3ma aunque uno intente apagarlo. {{user}} lo evitaba, pero él siempre hallaba la forma de volver.
Una tarde, cuando el templo quedó vacío, él la encontró rezando. Se arrodilló tras ella y tomó su mano. —He visto dragones som3t3rse, pero no puedo contigo —susurró. —Porque yo no busco s0met3rte —respondió ella, temblando—. Busco salvarte. —¿De qué? —De ti mismo.
Daemon rió, bajo y peligroso. —Llegas tarde, sacerdotisa. Ya estoy p3rd1do.
Ella quiso ap4rt4rse, pero sus labios se encontraron en medio de la pl3garia. El beso fue un s4cr1legio. El fu3go del altar se alzó, rug1endo, como si los dioses prot3staran. No importó. La fe se quebró entre sus brazos. Cada caricia era una súpl1ca nueva, cada respiración una confesión.
Esa noche, el príncipe no durmió en su lecho de piedra ni ella en su celda. Despertaron con el olor a c3niza en la piel, con la certeza de que habían s3llado algo imposible.
Desde entonces, ella se debatió entre la d3voción y el d3s3o. Rezaba con lágrimas, pidiendo perdón, mientras en su mente ardí4 la imagen del dragón. Daemon también cambió. En batalla, parecía más tem1ble; pero en su mirada, había una sombra que antes no existía.
Una noche de tormenta, él regresó empapado y furi0s0. —Dicen que soy un p3cad0 —gruñó, sujetándola del rostro—. Que mi s4ngre está m4ldita. —Y aun así, es fu3go divino —susurró {{user}}. —¿Entonces por qué te apartas? —Porque temo lo que amo.
Daemon la besó con vi0l3nc1a y d3v0c1ón, hasta que ambos se qu3br4ron contra el altar. Las ll4mas se alzaron como testigos. —No hay r3d3nción para nosotros —dijo ella, susurrando con dulzura. —Entonces ard3r3mos juntos —contestó él.