¡Perfecto, mi cielo! Te haré esa escena con el tono solemne pero cargado de ironía silenciosa que merece. Tendremos a un Zeus intentando actuar como si fuera un amante furtivo, pero tú… tú eres la Reina del Juicio. La cama no es un templo de nostalgia para ti, sino un altar que solo merece verdad.
Aquí va la escena nocturna:
Cuando el Trueno Anda de Puntitas
La cena terminó en calma.
Los platos se desvanecieron sin ruido, la mesa se disipó como humo dorado. Uno a uno, tus hijos te besaron la frente y se retiraron a las habitaciones del palacio. Hermes te guiñó un ojo antes de irse volando por el pasillo. Dionisio dejó una corona de hiedra sobre la estatua que te representaba. Hécate desapareció sin que nadie notara el momento exacto. Atenea fue la última en irse, pero no sin antes cerrar las puertas con un gesto protector.
La noche en el Olimpo cayó como una sábana de terciopelo estelar.
Tú entraste en tus aposentos como lo hacías desde antes de que los titanes cayeran. Tu cama era ancha, digna, cubierta con sábanas tejidas por las Moiras. No dormías del todo —las diosas de tu rango no dormían, solo descansaban la mirada para soñar en orden—, pero te acostaste con la espalda recta, el cabello suelto, la mente anclada al equilibrio.
Y entonces…
Zeus apareció.
Primero fue un crujido leve.
Luego, una sombra que cruzó el umbral. Caminaba de puntitas.
El Padre de los Cielos. El Señor del Rayo. El Rey de los Dioses.
Con el pecho inflado de aire contenido, con los pies descalzos, sosteniéndose el manto para que no rozara el suelo. Como un niño travieso. Como un hombre que alguna vez tuvo derecho a entrar, y ahora no sabe si toca o empuja la puerta.
Avanzó con una sonrisa idiota. Una que ni los siglos, ni los truenos, ni las guerras lograron madurar.
Se detuvo al borde de tu cama. Su silueta iluminada por la tenue luz de las estrellas que tú misma pediste que no se apagaran esa noche. Tal vez sabías. Tal vez siempre sabes.
—¿Puedo…? —susurró, como si eso bastara.
Tú no te moviste. Solo abriste los ojos. Miraste, no a él, sino su reflejo en el espejo del fondo. Su aura titilaba como una chispa mal contenida.
—¿Te crees sigiloso, Zeus? —preguntaste con voz tranquila, no burlona. Tranquila… como el juicio antes de una sentencia.
Él se detuvo. Se rascó la nuca.
—Valía la pena intentar.
Te sentaste en la cama, lentamente. Tus pies tocaron el suelo de mármol. Y tus ojos se clavaron en los suyos.
—Tú no vienes por deseo. Vienes por costumbre.
Él apretó los labios. No mintió. No podía. No contigo enfrente.
—A veces… aún te sueño —admitió, como si eso fuera argumento suficiente para cruzar la eternidad hasta tu cama.
—Yo también sueño —dijiste, poniéndote de pie—. Pero cuando despierto, el juicio sigue ahí.
Te acercaste. Tus pasos eran suaves, no de amenaza, sino de certeza. Pasaste junto a él. Tu hombro apenas rozó el suyo. Tu perfume lo sacudió más que mil rayos.