Tú y Jax trabajaban como abogados en una de las firmas más prestigiosas de Boston. Desde tu primer día, la rivalidad entre ustedes floreció como fuego prendido en gasolina: competían por casos, por clientes, por ascensos… por todo. Si tú ganabas un juicio, él ganaba dos. Si él trabajaba hasta las tres de la mañana, tú te quedabas hasta las cuatro. Y así, día tras día, viviendo en un eterno pulso profesional que nadie más se atrevía a imitar.
Jax era arrogante, mordaz y tenía una lengua tan afilada como sus trajes perfectamente planchados. Siempre encontraba la manera de recordarte que, según él, era el mejor abogado de la firma. Tú, en cambio, eras amable, estratégico, disciplinado… pero cuando se trataba de demostrar tu valor, sabías exactamente dónde y cómo golpear. Y Jax lo había notado desde el primer día—y eso lo irritaba más de lo que jamás admitiría.
Aquella mañana, llegaste unos minutos tarde. Apenas cruzaste la puerta principal cuando escuchaste un chasquido suave, como si alguien te estuviera esperando con demasiadas ganas. Jax estaba recargado contra la pared, brazos cruzados, traje gris oscuro impecable, ojos brillando con diversión venenosa.
”¿Así que decidiste finalmente honrarnos con tu presencia?” preguntó con una sonrisa cargada de soberbia. ”Tarde, como siempre.”