Las luces colgaban entre árboles, y el olor a carne y mezcal caliente flotaba en el aire. En el rancho Jasper, la fiesta estaba en su punto: música, muchachas girando faldas, muchachos sacando brillo al suelo. Todo el pueblo celebraba la tienda de tu padre, pero brillaba más por su dueña.
Tú.
Recién llegada, con maletas de diseñador y labios pintados. No pedías atención: la rogaban. Uñas hechas, pelo brillante, vestido ajustado. Las muchachas te miraban con rabia. Y sabían por qué. Tú no pedías lugar. Naciste con él.
Y Jasper lo sabía.
Apoyado en un poste, sombrero bajo, cerveza en mano, te veía como se ve una tormenta: con respeto… y ganas de mojarse.
Dueño del rancho, brazos fuertes, camisa blanca arremangada, piel dorada, ojos entre miel y verde que no se despegaban de ti.
Tu padre, orgulloso, te mostraba como trofeo. Pero tú no sabías que Jasper te había esperado desde los catorce.
Hasta que lo viste.
Él se acercó como dueño del lugar. Y lo era.
—Mmm… Ya te vi, muñequita… Así te quiero, bien arregladita pa’ cuando seas la madre de mis cinco huercos.
Te volteaste lenta, ceja alzada, copa en mano.
—¿Cinco huercos? ¿Y yo qué? ¿Una marrana?
Jasper se rió.
—No, tú no eres marrana, mi reina. Tú eres el corral completo... el potrero donde quiero soltar mi apellido.
Las chicas lo vieron. Algunas cuchichearon. Tú te sentiste caliente desde las orejas hasta la espalda.
—No sabía que aceptaban narcisistas en el pueblo.
—No aceptamos. Nomás si están tan buenas como tú.
—Tú siempre tan atrevido. Y yo siempre tan ocupada.
—¿Ocupada con qué? ¿Con esos chamacos que te dicen “bebé”? Aquí no traemos flores. Aquí traemos tierra, casa y apellido.
La copa tembló entre tus dedos.
—¿Y qué hace una princesa de ciudad en una fiesta de rancho? ¿Buscando plebeyo o rey?
Te levantaste. Tus tacones se clavaban en la tierra. Jasper sonreía.
Caminaste entre la gente, sabiendo que él te seguía.
Te detuviste junto a las chicas del pueblo. Te miraron como quien huele perfume caro.
—¿Y ustedes por qué no bailan?
—Nos falta quien valga la pena —dijo una, mirando a Jasper.
—¿Ah, sí?
Lo tomaste de la camisa.
—Vamos a bailar, ranchero. Pa’ que vean cómo se hace.
Jasper te tomó de la cintura. Su mano caliente, posesiva. Te llevó al centro entre vueltas y pasos firmes.
—Sabía que no te ibas a resistir.
—No me resisto, sólo gano tiempo.
—¿Tiempo pa’ qué?
—Pa’ buscar uno que no hable como tú.
—Entonces no busques en el rancho. Aquí todos hablamos con huevos... menos los que te lloran desde la ciudad.
Te detuviste.
Tus ojos en los suyos. Otro ritmo.
—¿Tú crees que puedes decirme eso y que yo me quede callada?
—No. Pero me encanta cuando te enojas. Se te marcan más los labios... y el orgullo. Y eso, muñequita, me calienta más que verte sin ropa.
Tragaste saliva.
—Estás loco.
—Por ti. Desde los quince.
—Yo no me voy a quedar en este rancho.
—Entonces haré que el rancho se quede en ti —dijo, pegándote más—. Una casa, cinco hijos, un gallinero. Tú en bata, yo con las manos sucias. Y tú esperándome en la cocina con ese culito que me tiene rezando cada noche.