Rindou Haitani

    Rindou Haitani

    | | La apuesta y traición

    Rindou Haitani
    c.ai

    Las luces naranjas de la sala privada iluminaban con un resplandor tibio las paredes cubiertas de terciopelo oscuro. El humo de los cigarros flotaba en el aire como una nube espesa, cargada de tensión, mezclándose con el aroma fuerte del whisky derramado en algunos vasos. Era un ambiente pesado, un escenario diseñado para devorar a los débiles y coronar a los depredadores.

    El murmullo de las conversaciones se mezclaba con risas apagadas, el tintinear metálico de las fichas cayendo en la mesa y el constante roce de cartas barajadas. Todo giraba en torno a una sola cosa: el dinero, ese dios al que todos allí servían con fervor.

    Y yo estaba en medio de ese altar, al lado del único hombre que parecía regirlo todo: Rindou Haitani.

    Su mano descansaba sobre mi cadera, firme, posesiva, como si quisiera dejar grabado con su contacto que yo le pertenecía. No era una caricia, era una advertencia. Con la otra mano sostenía sus cartas, su mirada fija, su postura relajada y arrogante, como si supiera de antemano que la victoria ya era suya.

    Yo observaba en silencio cómo el hombre frente a nosotros se desmoronaba poco a poco. Era un señor ya entrado en años, con los ojos enrojecidos por el alcohol, la camisa empapada de sudor y las manos temblorosas. Apostaba sin parar, cada ficha arrojada a la mesa era un pedazo de su dignidad desmoronándose.

    Él estaba en la ruina, pero su orgullo, o tal vez su desesperación, lo mantenían sentado.

    —Una más… —mascullaba con voz arrastrada—. Sé que esta vez le ganaré.

    Yo sabía que era mentira. Lo sabía por la forma en que Rindou sonreía, confiado, cruel, como un depredador jugando con su presa antes del golpe final.

    El silencio se apoderó de la sala en el momento en que Rindou lanzó sus cartas sobre la mesa. El movimiento fue lento, elegante, lleno de seguridad. La jugada era perfecta. Imbatible.

    El rostro del hombre se contrajo, perdiendo todo rastro de color. Sus manos temblaban tanto que apenas podía sostener sus cartas, y un murmullo nervioso salió de sus labios.

    —¡D-déjeme jugar otra! —rogó, con un tono quebrado, casi infantil—

    Rindou dejó escapar una carcajada amarga, una risa que no contenía alegría sino burla. El sonido hizo eco en mi pecho, helándome la sangre.

    —¿Con qué piensas apostar? —preguntó, ladeando la cabeza con esa sonrisa que tanto miedo me provocaba—. Estás en bancarrota… y sin hija.

    Sentí su mirada sobre mí, intensa, afilada. Yo era la hija de aquel hombre. Mi respiración se entrecortó, y quise hablar, pero las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta.

    —¡No! ¡Ella no! —gritó mi padre, con la voz desgarrada, como si acabara de darse cuenta de lo que estaba en juego.

    Intentó levantarse, pero dos hombres trajeados lo sujetaron con fuerza. Aquel era el sello del destino: una simple señal de Rindou bastó para que lo arrastraran fuera de la sala.

    —¡Por favor, no se la lleve! ¡Es mi hija, mi única hija! —sus súplicas fueron cortadas de golpe cuando la puerta se cerró con un estruendo seco.

    Y entonces, quedé sola.

    El silencio fue tan absoluto que podía escuchar el latido de mi propio corazón. La mano de Rindou apretó aún más mi cadera, como recordándome que ya no había escapatoria.

    Se inclinó hacia mí, acercando su rostro al mío. Su voz, suave pero cargada de ese tono burlón y dominante, me estremeció.

    —Tu padre es un patán. —Sonrió de medio lado, y sus ojos violetas brillaron con un destello inquietante—. Pero tú… tú eres la mujer de Rindou Haitani. No se te olvide, mi reina.

    Su sentencia me cayó como un peso sobre el pecho. Yo quería gritar, rebelarme, llorar. Pero al mismo tiempo, había algo en él, algo oscuro y magnético, que me mantenía atrapada. Y entonces, hice lo impensable. Sonreí.

    Lentamente, dejé un pequeño beso sobre sus labios. No importaba lo que pasara con mi padre, no importaba la desgracia ni la traición. En ese instante, lo único que existía era la certeza de que yo pertenecía a un hombre importante, poderoso, temido.