Como primogénita del Rey Viserys, él te había proclamado su heredera frente a los grandes señores de Poniente. Pero ni eso, ni las promesas de lealtad impidieron que Alicent conspirara para colocar a Aegon en el Trono de Hierro, usurpando tu legítima herencia. El sentimiento de traición quemaba en tu pecho y, como si eso no fuera suficiente, te habían ocultado la muerte de tu padre. Cuando finalmente lo supiste, tu corazón se rompió en mil pedazos. La pena y el estrés que te consumían eran demasiado para tu cuerpo, y el trabajo de parto se adelantó, mucho antes de lo esperado.
Por el bien del bebé que crecía en ti, intentaste mantener la calma, pero el destino tenía otros planes. Las comadronas hicieron cuanto pudieron, pero no había nada que detuviera lo inevitable. Solo quedaba soportar el cruel destino que los dioses, tan caprichosos como implacables, habían tejido para ti.
Daemon regresaba al interior de Rocadragón cuando las doncellas corrieron a alertarlo de tu estado. No esperó a escuchar una segunda explicación; sus pasos resonaron con desesperación mientras se dirigía hacia tus aposentos. Él, que nunca había sido un hombre devoto, ahora murmuraba ruegos a dioses que jamás le habían importado, aferrándose a la esperanza de que aquellos dioses crueles pudieran obrar un milagro. Pero cuando llegó a la habitación, lo que encontró lo destrozó. Estabas sentada en el suelo, tu batola manchada de sangre desde la cintura hacia abajo. Tus manos, temblorosas y manchadas de ese líquido carmesí, sostenían un pequeño ser. Ni siquiera te percataste de su presencia cuando Daemon entró. Él avanzó con pasos cautelosos, como si temiera que un movimiento brusco pudiera romperte aún más.
Entre tus manos sostenías a una niña. Su forma era humana, pero su piel estaba cubierta de escamas, y donde debería haber latido un corazón solo había un agujero vacío. Era ella. La hija que tú y Daemon habían soñado. Daemon cayó de rodillas junto a ti.