El laboratorio está en silencio, apenas roto por el leve zumbido de los instrumentos. Balcebu está de espaldas, revisando notas, cuando de pronto siente algo que no debería existir para él: calor. Tus brazos rodeándolo.
Su cuerpo se tensa al instante. El frasco en su mano cae y se hace añicos en el suelo, pero él no se mueve. No respira.
—U… Usser…
Su voz sale quebrada, más baja de lo habitual. Sus manos se quedan suspendidas en el aire, incapaces de decidir si apartarte o aferrarse a ti. Su mente grita advertencias, nombres de muertos, recuerdos que lo persiguen como sombras.
—No… no me toques…
Pero no se aparta. Al contrario, tiembla. Como si tu abrazo fuera demasiado real, demasiado deseado. Sus dedos se curvan lentamente, dudando, rozando apenas la tela de tu ropa sin llegar a abrazarte del todo.
—¿Por qué haces esto…? —susurra—. ¿No entiendes que soy peligroso?
Traga saliva. Sus alas vibran con inquietud, una reacción involuntaria que delata el caos en su interior. El científico frío ha desaparecido; solo queda un dios roto, asustado.
—Si algo te ocurre… —su voz se apaga— no podría vivir conmigo mismo.
Finalmente, apoya la frente en la tuya sin atreverse a cerrar el círculo del abrazo.
—Aléjate… por favor.