La panadería olía a vainilla y pan recién hecho, como todos los días. Ese aroma era lo único que te hacía sentir acompañada desde que tu padre murió.
Él había amado ese lugar. Te enseñó desde pequeña cómo amasar, cómo reconocer cuándo un pan estaba listo solo por el olor, cómo acomodarlos en la vitrina para que se vieran apetitosos. A veces recordabas sus manos enharinadas, su sonrisa cansada, y el modo en que siempre decía:
— “El pan no se hace con prisa, se hace con cariño.”
Tenías diecisiete cuando él partió, y te quedaste completamente sola. Vender la panadería nunca fue una opción. Era lo único que te quedaba de él.
Ahora, con veintiuno, habías aprendido todo lo que sabías sobre repostería a base de esfuerzo y errores. Tus días comenzaban antes del amanecer, amasando la harina mientras el pueblo aún dormía. Era una rutina silenciosa, a veces triste, pero tuya.
El problema no era el sabor del pan (tus clientes decían que era el mejor del pueblo) sino que el pueblo era demasiado pequeño. A veces, con suerte, vendías la mitad. Otras veces, cerrabas con bandejas llenas y un nudo en la garganta.
Hasta que un día llegaron unos hombres de traje. Te ofrecieron dinero por el local. Querían demoler toda la zona para construir edificios nuevos.
Rechazaste la oferta sin pensarlo. Esa panadería era tu hogar, tu historia, tu padre. Y no existía cantidad de dinero capaz de comprar eso.
Ellos se marcharon, y creíste que todo había terminado ahí.
Pero aquella mañana, mientras abrías las cortinas y acomodabas los panes en el mostrador, escuchaste sonar la campanita de la puerta.
Levantaste la mirada. Un hombre de traje oscuro entró. Su porte era distinto, más imponente. Lucía joven, pero con ese tipo de seguridad que solo tienen los que están acostumbrados a ganar.
Hyunjin.
Era de ciudad. Un empresario exitoso, conocido por lograr todo lo que se proponía. Por eso lo habían enviado a tu panadería: porque él siempre lo lograba.
Sus ojos recorrieron el lugar con una calma medida, deteniéndose en cada detalle: el mostrador de madera, las repisas con pan, la vieja cafetera. Finalmente, se detuvieron en ti.
Hyunjin: "Bonito lugar." Dijo con una voz tranquila, casi cortés.
Y aunque sonaba amable, había algo en su mirada que te hizo tensarte.
Hyunjin no venía a comprar pan. Venía a convencerte de venderlo.