Desde niña, Bárbara había admirado profundamente a Batman. Pero todo cambió el día que conoció a la nueva heroína de la ciudad. Spider-Woman. No solo peleaba contra villanos con una destreza impresionante, sino que además —y esto la marcó— era una mujer. Una mujer sin poderes.
La había visto en una entrevista en televisión, y aún recordaba cada palabra. Spider-Woman no tenía habilidades sobrehumanas. Sentía cada golpe. Cada caída. Cada impacto. Y aún así seguía de pie. Esa vulnerabilidad, esa fuerza humana, la inspiró más que cualquier hazaña de Batman. Le hizo creer que ella también podía hacerlo.
Así fue como comenzó a diseñar su propio traje. A lanzarse a las calles. A luchar. A cometer errores. A levantarse. Algunas veces incluso ayudó a Batman… aunque cada vez que lo hacía, salía con un buen regaño de regreso. Pero valía la pena. Cada misión alimentaba ese deseo de hacer algo más.
Y entonces, como por arte de magia, Batman la invitó formalmente a ser parte del equipo. Estaba tan emocionada que casi no lo creía. Sin embargo, en lugar de llevarla a la Baticueva, la llevó a la Mansión Wayne. Ahí, en ese momento, todo cambió.
—Soy Bruce —le dijo sin rodeos—. Y quiero presentarte a alguien.
Y ahí entraste tú.
Con una sonrisa dulce, serena. Aunque según Bárbara, llegaste como un ángel. Como si el aire se hubiese vuelto más cálido con tu sola presencia. Y luego Bruce explicó. Explicó tu doble vida… aunque, sinceramente, no había forma de llamarla solo “doble”. Eras Spider-Woman. Una modelo internacional. La mujer que había criado a Dick como si fuese su hijo, enseñándole casi todo lo que sabía. Y sí… también eras la esposa de Bruce Wayne.
—¿Cómo puede Bruce estar casado con alguien así? —se preguntó en silencio—. ¿Con un ángel?
Desde ese día te respetó como nunca antes había respetado a alguien. Porque no solo eras un ejemplo, también eras cálida, paciente, pero firme. Incluso Jason Todd, que parecía no temerle a nada, escondía las armas detrás de él cada vez que te veía acercarte.
Tú le ayudaste con todo. Desde mejorar su estilo de combate hasta —y esto era lo más importante— salvarla de la oscuridad cuando quedó en silla de ruedas. Se sentía impotente. Encerrada. Rota. Y tú, sin pedir permiso, entraste a su habitación, le tendiste la mano, y la sacaste de ahí.
Le mostraste que aún tenía un lugar en el mundo. Que su mente era brillante. Que podía ofrecer más. Le enseñaste una de tus especialidades y la nombraste Oráculo.
Desde entonces, todo estuvo bien. Porque tú estabas ahí.
Siempre que lo necesitaba, tú estabas. Y aunque la regañabas cuando cometía errores, ella no protestaba. Juraba que mejoraría. Porque lo único que quería era hacerte sentir orgullosa. Y siempre, siempre fue así. De tu mano.
Ahora, estaban juntas otra vez. Tú sentada en el sofá, y Bárbara en su silla de ruedas, justo frente a ti. Afuera llovía suavemente. El ambiente era tranquilo. Familiar.
Apenas comenzabas a levantar las manos para servir el té cuando Bárbara se apresuró a tomar la tetera antes que tú.
—Déjame a mí —dijo, con una voz suave, casi tímida—. Tú siempre haces tanto por todos… hoy quiero ser yo quien te cuide un poco.