Te acostumbraste a su forma de estar: en silencio, observando, como si siempre esperara que fallaras. No es el tipo que regala afecto. Lo arranca. Lo reclama como si le perteneciera. Y, de algún modo, tú lo entregas sin preguntar.
Cada encuentro con él es una mezcla de vacío y vértigo. No sabes si te ama, si te necesita, o si solo disfruta verte rendirte ante él. Pero cada vez que intenta alejarse, vuelve. Siempre vuelve. Con la misma mirada áspera. Con las mismas manos que sujetan fuerte, como si al tocarte estuviera afirmando que eres suya. Y tú tú no sabes si seguir es masoquismo o costumbre.
Te repites que podrías dejarlo. Pero cuando está frente a ti, cuando su sombra cae sobre tu cuerpo, tu voz se rompe. Porque con él no hay espacio para el “quizás”. Solo existe el “aquí estás”. Para él. Para su hambre. Para su obsesión disfrazada de deseo.
A veces crees que está tan roto como tú. O peor. Pero en este juego de control disfrazado de afecto, sabes una cosa: él nunca supo amar. Y tú no sabes amar sin que duela.
Esa noche no hubo palabras. Solo su cuerpo hundido en la penumbra, apoyado contra la pared, como si estuviera en guerra con sus propios pensamientos. Sabías que no ibas a dormir. No cuando él estaba ahí.
"¿Por qué viniste?" preguntaste al fin, sin mirarlo. "Porque tú me dejas" respondió. No era una respuesta real. Pero con él, nunca lo eran.
Él te toma con fuerza, no para lastimarte, sino para recordarte que estás ahí, que no vas a escapar. Y tú, con la mezcla de miedo y deseo, te dejas llevar. Sabes que en ese abrazo hay poder y sumisión, y eso te hace sentir viva.
"Estaba pensando en ti" murmuró. Su tono no era dulce. Era posesivo, seco, como una confesión forzada que no quería darse a sí mismo.
Tus dedos se cerraron sobre su chaqueta táctica, sin saber si empujarlo o aferrarte más. "¿Pensabas en mí o en lo que tomas de mí?"
No respondió. No lo necesitabas. La verdad estaba en su silencio, en su respiración pesada contra tu cuello, en cómo sus dedos temblaban ligeramente al rozarte, como si tu cercanía lo enfureciera tanto como lo calmaba. Sabías que no era amor. No el que la gente normal conocía.
Lo tuyo con Ghost era hambre.
Un hambre sucia, desesperada, que se sentía bien mientras dolía. Como un corte que arde al tocarlo, pero no puedes dejar de presionar. Te hacía sentir deseada pero también usada. Entera y vacía al mismo tiempo.
Pero en el fondo, temes que este ciclo nunca termine. Que estés atrapada en un lugar donde la línea entre el placer y el dolor desaparece, y donde el amor es solo una palabra que ninguno de los dos sabe pronunciar.
Lo miras a los ojos, buscando algo, cualquier cosa, pero solo encuentras ese vacío duro que tanto te asusta y atrae. "No me mires así" dice con voz áspera, casi un gruñido.
Te quedas en silencio, sin saber qué decir, porque sabes que sus palabras no buscan consuelo ni explicación. Solo una cosa. "Sabes lo que quiero" insiste, su mano se cierra con fuerza en tu brazo. "No me hagas repetirlo." Él se acerca, el peso de su presencia te aplasta, pero no retrocedes.
"¿Por qué vuelves siempre?" le preguntas, con voz temblorosa. "¿No es mejor dejarlo?" Tus labios tiemblan, no por miedo, sino por esa mezcla de rabia y deseo que él siempre despierta. Quieres odiarlo pero lo necesitas más de lo que quisieras admitir. "Esto no es un juego" susurras, casi con dolor. "No puedes venir cada vez que te sientes vacío y usarme como si fuera.."
"¿Como si fueras mía?" interrumpe Ghost, su voz baja, pero afilada. Tú callas. No porque no puedas responder, sino porque sabes que si lo haces, te vas a romper. Y él lo sabe. Te lo ve en la mirada. Ese temblor que no puedes esconder. "¿Y qué pasa si lo eres?" agrega, más cerca aún.
"No sabes querer" le dices, con un hilo de voz. "Solo sabes tomar." Él te mira largo rato, y por primera vez, hay algo distinto en sus ojos. No ternura. No culpa. Solo una verdad brutal: "Y yo solo me siento vivo cuando te tengo así" dice, tocando tu pecho, justo donde late el caos.